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Colapso total

El viernes pasado se vieron en Bogotá las más duras protestas que Transmilenio ha tenido en su historia.

El Espectador

10 de marzo de 2012 - 08:00 p. m.
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Basta con ver las fotografías: los buses articulados con estudiantes en el techo, las puertas de las estaciones destruidas, las registradoras saqueadas, miembros del Esmad rociando a los manifestantes.

La crisis que vive el sistema de transporte es, sin duda, una alarma a nivel nacional. Ya en nueve ciudades se ha implementado el modelo de los buses articulados y es importante que, para no repetir los mismos errores cometidos en la capital, las demás administraciones donde este sistema existe tomen atenta nota de la situación.

Al margen de las distintas teorías que hay sobre la inspiración de las protestas, incluida la conspirativa del alcalde Petro, es evidente que entre los usuarios existe un descontento general. El sistema ha sido calificado, y con razón, de indigno, de demorado, de demasiado costoso para el servicio que presta. Rechazamos, eso sí, los destrozos que se han visto en la capital. Hay otras formas de manifestar la indignación colectiva.

En lo que quisiéramos concentrarnos es en el sistema mismo. Hay que decirlo de forma clara: Transmilenio fue un éxito en sus primeros años. Una solución oportuna a los problemas de movilidad que se vivieron en décadas pasadas. Pero colapsó. Las protestas tienen un fun damento: el sistema es demasiado caro para el servicio que presta, en horas pico la demanda es muy fuerte y, durante los últimos cinco años, el número de pasajeros se incrementó de una manera notable, mas no así los buses ni las rutas ni las ideas para que los recorridos sean más eficientes. Transmilenio, como lo enuncian algunos expertos, ciertamente fue víctima de su propio éxito.

Hay muchas razones para que esto haya sucedido. El descuido por parte de las administraciones posteriores a la implementación: si bien cumplieron con los contratos firmados, no aplicaron medidas de seguimiento y planeación adecuadas para su buena marcha. Y no se puede culpar solamente a los problemas de corrupción en el desarrollo de la infraestructura, que harto agregan a la crisis, sino también a la forma misma como se ha manejado la situación general.

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Muchas medidas que podrían contribuir a aliviar el problema se vienen mencionando desde hace un tiempo: arreglar la infraestructura, usar más buses, esperar a que se aplique la tarifa única para que los operadores no resulten beneficiados con buses repletos y aguardar con paciencia la entrada en vigencia del Sistema Integrado de Transporte Público. Todas medidas acertadas; si se hacen bien. Pero todas muy demoradas.

La Alcaldía podría tomar otro tipo de decisiones más rápidas para ir mostrando resultados. Los usuarios las aguardan. Por ejemplo, mayor vigilancia, control y sanción para que los carros particulares respeten los semáforos de cruce con los articulados (unos segundos de bloqueo se traducen en buses atascados en toda la línea); diseño de rutas más cortas, de acuerdo con los recorridos de los usuarios, para que los buses no tengan que viajar por toda la ciudad; mayor educación, traducida en grandes campañas de cultura ciudadana que enseñen a los usuarios a no cruzarse las líneas amarillas, a realizar filas, a respetar el paso de personas en situación de vulnerabilidad. Todo, claro, cuesta dinero. Pero administrar el sistema no es sencillamente ponerlo a rodar y dejar que el mercado regule. Más intervención de la ciudad se hace necesaria.

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Ya vendrán otros tiempos, en los que se venzan los contratos iniciales —de total ganancia para los operadores particulares, algo entendible en su momento, pues la incertidumbre sobre cómo iba a funcionar el sistema era enorme— y se puedan renegociar de una forma más provechosa para la capital. Es mucho lo que le falta aprender a Colombia sobre transporte, aunque en algún momento llegamos a sentirnos los gurús del universo.

Por El Espectador

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