Es indudable que Darío Antonio Úsuga David, alias Otoniel, tenía que responder ante la justicia. Leer su prontuario es aterrador: con su captura se supo que tenía la práctica de secuestrar adolescentes para violentarlas sexualmente; el Clan del Golfo, organización criminal que comandaba, exportó más de 90.000 kilos de cocaína a Estados Unidos por un valor de unos US$2.000 millones; además, fue condenado por cuatro homicidios en Arauca, por la masacre de Mapiripán, el asesinato de un campesino en Boyacá, el asesinato de un informante en Casanare, la desaparición de un agente de inteligencia del Ejército y el reclutamiento de menores de edad para su lucha criminal. Hace tiempo Colombia no veía tantos crímenes asociados a una sola persona, atada a la historia de dolor de las últimas décadas en nuestro país.
Entonces, su extradición era necesaria y una consecuencia lógica de la normativa actual. Los intentos de la defensa de Otoniel por evitar su traslado a Estados Unidos muestran que las cárceles del norte, con su sistema judicial poco compasivo, siguen siendo una fuerte amenaza para los delincuentes colombianos, lo que les da más herramientas a las autoridades nacionales para perseguir a los peores criminales. Quienes dudan de la legitimidad de la extradición deben encontrar suficiente tranquilidad en el análisis realizado por la Corte Suprema de Justicia y por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP); esta última decidió no aceptarlo en la justicia transicional. Caben, eso sí, un par de consideraciones.
La primera tiene que ver con el afán y el tono del proceso de extradición. Desde su captura, el discurso automático se centró en la supuesta necesidad de una extradición veloz. A quienes pidieron que primero cumpliera un proceso de verdad ante la justicia colombiana se les tildó de cómplices del narcotráfico. Incluso las audiencias de Otoniel con la Comisión de la Verdad y la JEP se hicieron en medio de tensiones innecesarias de la fuerza pública con los oficiales de la justicia transicional. Había, sentimos, cierto desdén hacia la idea de la verdad que el criminal podía aportar en nuestro país. Ahora que está extraditado, es incierto qué tanto colaborará desde una cárcel en Estados Unidos. Por experiencias anteriores, sabemos que, una vez fuera del país, los incentivos para hablar son pocos, lo que demora durante décadas los procesos de construcción de relatos sobre lo ocurrido.
La segunda consideración tiene que ver con la guerra contra las drogas. Anne Milgram, jefa de la Administración de Control de Drogas estadounidense (DEA, por su sigla en inglés), celebró la extradición de Otoniel y soltó un dato que debería dar pausa a todos los tomadores de decisiones: “El 90 % de toda la cocaína en Estados Unidos de América proviene de Colombia”. Llevamos décadas de guerra contra las drogas, con multimillonarios recursos gastados, con cientos de miles de colombianos muertos, con capo tras capo caído y extraditado, pero el problema de fondo sigue siendo igual. Se trata de un ciclo trágico del que no parece haber salida cercana. ¿Seguiremos intentando las respuestas de siempre o es momento de cambiar de estrategia?
La extradición de Otoniel es una muestra de la fortaleza de las instituciones colombianas y de la alianza con Estados Unidos. Sus efectos, sin embargo, son inciertos en el marco de la guerra contra el narcotráfico, que parece ser interminable.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
Nota del director. Necesitamos lectores como usted para seguir haciendo un periodismo independiente y de calidad. Considere adquirir una suscripción digital y apostémosle al poder de la palabra.