Entre el fuego cruzado, las bombas, los atentados, el monstruo de mil cabezas que suponen esos armados al margen de la ley y esa Fuerza Pública desviada, la cifra asciende a los 220.000 muertos entre el periodo de 1958 hasta el año pasado. Es, tal cual lo dijimos en este diario el día de ayer, como ponerle una bomba a Popayán y desaparecerlo del mapa. Pero hay más. Están también las cifras de secuestro y de masacres y de desapariciones forzadas; las torturas, los asesinatos selectivos, los desplazamientos forzados; o los descuartizamientos o las cremaciones o los entierros clandestinos.
Una verdad histórica que estaba en deuda y que, bajo la guía de Gonzalo Sánchez, se logró condensar en este informe. Que, aparte de palabras y números, estará acompañado por crónicas radiales, documentales, multimedia y separata en forma de revista coleccionable.
¿Cuál es la relevancia de este informe en un país que a diario muestra noticias sobre sus muertos en las ciudades y en los pueblos?
Lo primero, el contexto. Se trata de una recopilación que estaba pendiente, en un país que se ahoga dentro de sus propias cifras y su burocracia. Al Centro de Memoria Histórica le tocó desenredar la piola e irse a los archivos, a las cifras dispersas que ese Estado caótico no supo dar de forma ordenada, a mirar los contextos en los que tuvieron lugar estos crímenes.
Lo segundo, las víctimas. Este informe rescata la dimensión que ellas realmente merecen: quién y cómo y en dónde se cometieron los delitos. ¿Acaso fue la guerrilla? ¿Los paramilitares? ¿Los agentes del Estado? Porque en esta verdad vedada, en este transcurrir de Colombia guardando las realidades (y los odios) debajo de la alfombra, es en donde se esconde lo importante. Acá se deja en claro esa categoría perdida en el marasmo del resentimiento y se pueden buscar insumos para la reparación.
También está, por supuesto, el gesto del Gobierno de recibir esto en un acto protocolario. Pero, a su vez, de no olvidarlo: de incluirlo en cada acto de política pública que tenga que ver con el conflicto armado. Bien sea en un proceso de justicia transicional, en una investigación penal o en un proceso de reparación y de comisiones de verdad. No es para menos. Las cosas atroces que pasaron no pueden ser vistas para luego pasar la página y seguir construyendo un país sin contexto. Sin norte. Ese “recetario de soluciones aplazadas de manera permanente” gobierno tras gobierno, como denuncia el mismo informe, no puede ser la regla de los mandatarios. Algo hay por hacer. Mucho hay por hacer.
Pero lo más importante de este informe es el impacto que pueda tener en la sociedad. En esa gran parte de la población colombiana que no acepta que la guerra es de todos: que compatriotas suyos han muerto o han sido masacrados o han sido descuartizados y puestos en hornos crematorios para el olvido. Eso es, justamente, lo que no se puede hacer: olvidar.
Ahí, en ese informe, podría estar plasmado un relato colectivo, que tanta falta hace en Colombia. Para, por fin, entender que este país debe ser construido sobre la sangre de sus propios muertos, teniendo en cuenta qué es lo que ha pasado.