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Contra la cultura del sello y la autenticación

Fin a la tramitomanía, se acaban las vueltas engorrosas, no más colas inútiles… Los titulares se repiten.

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El Espectador
15 de enero de 2012 - 01:00 a. m.
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os hemos leído —y puesto aquí— desde hace muchos años con cada nuevo decreto de cada nuevo gobierno que promete la supresión de las engorrosas exigencias que agobian la vida de los ciudadanos. Y se repiten también los editoriales, como este, en los que celebramos que el ciudadano de a pie —y en especial el de más bajos recursos, que no cuenta con mensajeros o tramitadores que le ayuden— haya sido tenido en cuenta por el gobernante de turno. Sin embargo, lo que ha demostrado el tiempo es que la cultura del sello y de la autenticación es más poderosa que las buenas intenciones, pues nuevas prohibiciones, o las mismas con diferente traje, inexorablemente vuelven a imponerse y se mantiene la costumbre.

Si eso ha sido así, si ya una vez las licencias de conducción no vencían nunca y las entidades públicas no podían pedir documentos que ya tuvieran en sus archivos, por dar un par de ejemplos; si tantas veces en el pasado se ha anunciado que a partir de cierta fecha se acabará esa tendencia tan colombiana de pedir papeles cuando no son necesarios, ¿por qué escribir un nuevo editorial celebrando el decreto-ley de eliminación y racionalización de trámites que emitió el Gobierno esta semana? ¿Hay algo diferente esta vez, aparte de que sean cientos de trámites los que se incluyeron? Confiamos, y más que eso creemos, que sí hay motivos para ser más optimistas que en el pasado. Hay varias razones para ello.

Primero, los trámites que se eliminaron o modificaron esta semana estaban contenidos en alguna ley y solamente pudieron ser eliminados o modificados por las facultades extraordinarias que recibió el Gobierno dentro del llamado estatuto anticorrupción. En términos prácticos eso quiere decir que para revivir cualquiera de estos trámites necesariamente tendría que haber un proyecto de ley con su correspondiente trámite legislativo.

También es diferente la gestación del decreto. Aquí fue la voz del ciudadano, o del usuario, la que identificó las trabas. Más de 72.000 ciudadanos y 1.200 empresas expresaron cuáles eran los trámites más inútiles, más engorrosos, más abiertos a generar corrupción y más susceptibles de ser facilitados. Esto inició un proceso de depuración y estudio que tomó más de seis meses antes de llegar a la propuesta final. Y, además, es un proceso en marcha que no se detendrá en los aplausos de hoy.

Pero sobre todo este empeño está soportado en una filosofía clara, puesta por delante en el discurso del presidente Santos, de hacer vigente y efectivo el artículo 83 de la Constitución, que presume la buena fe en las actuaciones de los particulares ante las autoridades públicas. Sí, somos un país —recordando a Darío Echandía— de cafres, propenso a la trampa y donde prima la ley no del más fuerte, sino del más “vivo”. Habrá con seguridad mucho bandido —que nos sobran— frotándose las manos y estudiando cómo aprovechar los huecos que pueda dejar la nueva normatividad. Pero, ¿no son acaso esos bandidos los que bien aprenden a burlar los trámites mientras que los legales son quienes terminan sufriéndolos? Como ha dicho en sus entrevistas la alta consejera para la eficiencia administrativa, María Lorena Gutiérrez, “no se puede regular pensando en los malos”.

Con seguridad algunas de estas decisiones serán problemáticas. Razones fuertes se habrán estudiado en su momento para haber impuesto muchas de estas exigencias. Cierto es que mucho de la tramitomanía la ha creado el sector privado, que no está cobijado en esta transformación y sólo cabe esperar que se contagie del cambio. Pero un país que pretende valorar la legalidad tiene que comenzar por premiar a quien quiere hacer las cosas dentro de las reglas. Y este esfuerzo va por ese camino.

Por El Espectador

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