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La historia del aborto en Colombia está marcada por avances jurídicos que deben celebrarse, pero que se han visto obstaculizados por la burocracia estatal y privada encargada de implementarlos. El debate, que cuando sale al público se llena de falacias y gritos emotivos pero carentes de sustento, revivió esta semana con dos anuncios: la libertad otorgada por el Invima para la comercialización del misoprostol sin una franja violeta en su empaque y la propuesta de un proyecto de ley —en realidad dos, uno de último momento desde la Fiscalía y otro que se viene trabajando con juicio desde el Congreso— para despenalizar el aborto durante las primeras 12 semanas del embarazo.
El misoprostol es una victoria clave en la lucha por proteger la autonomía de las mujeres. El medicamento, que hace parte del POS desde 2012, permite interrumpir el embarazo en la intimidad del hogar. Este hecho es particularmente importante en un país donde los prestadores de servicios de salud se han mostrado hostiles ante las mujeres que pretenden ejercer su derecho, incluso cuando han sido violadas.
La franja violeta implicaba que quienes compraran el misoprostol debían dejar sus datos personales para hacer seguimiento a la venta del medicamento. Ahora, con el anuncio del Invima, lo único que se necesitará es una fórmula médica. Lo único, decimos, pero suficiente para desvirtuar los temores de un uso inapropiado del medicamento. Celebramos esa decisión. También la promesa del ministro de Salud de regular el uso de la mifepristona, una droga más eficiente para este mismo fin.
Pero esta medida no empieza a solucionar el problema de fondo. La jurisprudencia de la Corte, que ha sido vehemente en la defensa de este derecho, se ha enfrentado con la realidad: las mujeres no la conocen, situación que se empeora por la negligencia —por no decir obstrucción— de las instituciones médicas y la Procuraduría. Cuando una mujer llega a una clínica bajo alguna de las tres causales, así ella no lo sepa, es responsabilidad de los médicos informarla de su derecho y, de ser su voluntad, realizar el aborto de manera segura.
Eso no sucede, y menos cuando nos alejamos de Bogotá, Medellín y Cali —donde operan instituciones admirables como Profamilia u Oriéntame—. ¿Qué pasa en el resto del país? No hay cifras oficiales, pero los datos privados contabilizan unos 400.000 abortos al año, de los cuales sólo el 1% se realiza en espacios legales. Eso es inaceptable. ¿Por qué no hay una campaña estatal para dar a conocer la sentencia? ¿Por qué la Procuraduría sigue defendiendo la objeción de conciencia y no se preocupa por los derechos de las mujeres?
Parte del problema es que la existencia de causales envía un mensaje contradictorio: que el aborto es un crimen salvo en casos excepcionales. De ahí se aferran quienes quieren sabotear este derecho. Al final, sin embargo, las que sufren son las mujeres, que no tienen autonomía sobre sus cuerpos ni sus vidas.
Por eso la propuesta de despenalizar en la totalidad de los casos el aborto es bien recibida. En un país distinto, más democrático, el Congreso sería el lugar indicado para este debate. Pero nuestros parlamentarios han mostrado cobardía cuando de temas polémicos y morales se trata.
Mientras tanto seguiremos perdiendo mujeres por abortos realizados en condiciones inadecuadas. Y eso sin mencionar las colombianas condenadas a la pobreza por embarazos no planeados. Hay casos de éxito en otros países del mundo que se atrevieron a pensar mejor el tema. ¿De verdad es imposible tener una discusión seria al respecto, lejos de los fanatismos? ¿Cuántas mujeres más vamos a condenar por no despenalizar el aborto en todos sus casos?
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