Colombia debería recibir la mayor cantidad de refugiados afganos que sea posible. Aunque se ha hablado de unos 4.000, la cifra está por determinarse y la Cancillería debería insistir en que nuestras puertas están tan abiertas como sea necesario. No solo se trata de un acto de humanidad ante la tragedia de un pueblo sitiado por los talibanes y traicionado por una invasión estadounidense que dejó un saldo deplorable de personas muertas, sino que es el justo reconocimiento de que nuestros discursos en política exterior tienen que ir acompañados con hechos. Nuestro país tiene las capacidades para servir de refugio y, por qué no, para dar las facilidades para una residencia más larga.
Por donde se le mire, la llegada de los refugiados afganos es un acto de empatía que no genera muchos costos a Colombia. Estados Unidos, quien hasta el cierre de esta edición ha evacuado unas 17.000 personas, se comprometió a cubrir los gastos de la estadía. Inicialmente se espera que las personas que entren a nuestro país se queden entre tres y seis meses mientras el país del norte define su estatus migratorio. Esto, sumado a que ya contamos con un sistema de atención a migrantes y con la presencia de organismos internacionales, hace que nuestro país esté en la capacidad de servir como buen refugio.
Celebramos que varias ciudades ya hayan ofrecido sus hoteles para recibir a los refugiados. Sobre esto, el acompañamiento de la Organización de las Naciones Unidas será clave. ¿Es mejor, por ejemplo, crear un campo de refugiados para que estén juntos y cuenten con todas las facilidades? Sea cual sea el método empleado, tres puntos son innegociables y tienen que ser una obsesión por parte del Gobierno colombiano: garantizar que el lenguaje no sea un obstáculo para estar en el país, dar acceso a servicios de educación y de salud, y prestar acompañamiento especializado y urgente en salud mental. No puede olvidarse que se trata de una población que salió huyendo de un país en una profunda crisis.
La canciller colombiana, Marta Lucía Ramírez, dijo que “por el momento estamos trabajando solamente para servir como país de tránsito, y acoger a las personas a las que tenemos certeza de que el gobierno estadounidense les va a dar la condición de refugiado o les va a dar una visa de carácter permanente”. ¿Por qué no, en todo caso, empezar planes de asimilación para aquellos refugiados que decidan construir en Colombia su nuevo hogar?
A pesar de la mala fama que el populismo xenofóbico construye sobre la migración, los procesos son beneficiosos para las sociedades que reciben los flujos de personas. La diversidad construye nuevos relatos identitarios, la economía agradece los nuevos participantes en el mercado y los países abandonan su ostracismo.
Claro, hay retos. Colombia todavía tiene muchas deudas con los procesos de asimilación de los migrantes venezolanos, una población particularmente vulnerable. Pero la solución no es cerrarnos, sino insistir en las puertas abiertas y en los proyectos de integración a la sociedad.
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