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El ya comentado espectáculo bochornoso que protagonizó el Estado colombiano ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en el caso de la periodista Jineth Bedoya es, lamentablemente, solo el último en una larga lista de comportamientos reprochables. La investigación que publica hoy El Espectador —una revisión de las 24 sentencias contra Colombia en el sistema interamericano— muestra cómo los abogados representantes de nuestro país ante ese tribunal han utilizado todas las tácticas posibles para negar la realidad de lo ocurrido, excluir a las víctimas e incluso desconocer fallos expedidos por la Rama Judicial colombiana. Más allá de las discusiones jurídicas, es lamentable que la representación del Estado colombiano siempre haya optado por asumir posiciones crueles que buscan evadir la responsabilidad y obstaculizar los procesos. Ha pasado en todas las administraciones presidenciales y debería abrir un debate sobre la ética de cómo Colombia responde a los desastres que ocurren en nuestro territorio.
No hay gobierno que se salve. Todas las administraciones desde 1995, fecha de la primera condena contra el Estado colombiano, han fomentado una defensa jurídica que les da la espalda a las víctimas y busca entorpecer la labor de la Corte IDH. Esa incapacidad para reconocer errores y conciliar demuestra tanto un desdén hacia el sistema interamericano como, ante todo, una afrenta a las víctimas. Ahora el temor de muchas organizaciones que han tenido que acudir al tribunal internacional para hacer valer sus derechos negados en Colombia es que se pretenda crear el ambiente para ir más lejos y abandonar la Convención Americana, como lo hizo la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro en su momento.
Tomemos uno de los casos más dolorosos e icónicos en la historia de Colombia: el holocausto del Palacio de Justicia. Durante la administración de Juan Manuel Santos, el entonces representante del Estado, Rafael Nieto Loaiza, pretendía presentar una defensa donde se negaba que hubo desaparecidos. Esto, incluso después de que el Tribunal de Cundinamarca dijera que en efecto se presentaron desapariciones. Hubo cambio de abogado, pero la defensa que se terminó presentando también llevaba problemas: decía, por ejemplo, que las actuaciones de los funcionarios militares en el tratamiento de la escena del crimen “no parecen del todo irrazonables”. ¿Le parece a Colombia razonable que se haya lavado con agua el piso del Palacio donde podría haber restos calcinados y mucha evidencia para descifrar lo sucedido?
Igual ha ocurrido en otros casos. En todos, la Corte IDH le ha dicho a Colombia que su sistema judicial estancado y de difícil acceso no les otorga garantías a las víctimas. Aun así, ante esa realidad innegable, el Estado se ha defendido siempre diciendo que contamos con todas las capacidades para resolver los casos que se denuncien y que, por tanto, no es necesario aceptar responsabilidad ni, incluso, llegar hasta el sistema interamericano. Esta actitud reiterada hace sentir a las víctimas en abandono y ante un Estado que no está dispuesto a entablar diálogos de reparación.
Es cierto que los abogados deben hacer lo posible para que sus clientes triunfen, pero esa realidad no puede alejarse de la ética y el respeto al dolor de las víctimas. La forma en que Colombia responde ante la Corte IDH habla de la incapacidad institucional para reconocer y solucionar las fallas. Adoptar siempre la táctica de la agresión y negar la responsabilidad es fomentar que actos atroces se sigan cometiendo y excusando. Es posible, y necesario, cambiar de estrategia. Le cabe todavía al Estado un poco de humanismo.
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