Se trata, a grandes rasgos, de un planteamiento de rango constitucional (por ello se tramita como acto legislativo) que busca plantear una base normativa, unos presupuestos mínimos, para que, posteriormente y si se da el caso, pueda haber una discusión entre el Estado y los miembros de grupos al margen de la ley. Es un camino.
Apoyamos, pues, que se trate de una iniciativa constitucional, porque sólo desde allí pueden sentarse verdaderas y aplicables bases de justicia transicional para un país que lleva décadas inmerso en un conflicto armado que parece no tener fin. Se le han hecho duras críticas que van de un lado al otro: porque contempla suspensiones de la acción penal contra los delincuentes, porque sus criterios para la misma son muy amplios o porque, como dicen los alarmistas, terminarían en el Congreso los cabecillas de las Farc, o miembros del grupo que hayan cometido graves faltas contra el derecho internacional de los derechos humanos.
Para poder debatir sobre este punto hace falta brindarle a la discusión un marco conceptual claro. La justicia transicional, la que ha tenido éxito en el mundo y a lo largo de los años, no se caracteriza por imponer penas y cárcel a todos aquellos que decidan participar en ella. Por un elemento de practicidad, por un lado, ya que se supone que es una negociación al margen de las normas penales existentes, que se da dentro de un contexto político definido y que pretende ser aspecto puntual de un diálogo entre dos partes que en algo tienen que ceder. Y por un elemento de efectividad, por el otro: poniendo como ejemplo a la guerrilla de las Farc, se levantarían cientos de miles de procesos que la justicia simplemente no podría abordar. Ya con los procesos de Justicia y Paz se vive algo similar, que no quisiéramos repetir.
Con un sistema judicial débil como el de Colombia es muy difícil hacer efectivo el cumplimiento de la totalidad de las penas para todos los guerrilleros. Es casi risible, y sería irreal que así fuera presentado. Por eso es de aplaudir que la propuesta sea un proceso de priorización de los delitos para su correspondiente juzgamiento. Empezando, obviamente, por los más graves. Se levanta ahí, a juicio de los expertos, una disyuntiva jurídica entre dos valores: el deber del cumplimiento de las penas o la paz. El primero no se puede hacer realidad de una forma efectiva, pero sí podría sacrificarse en torno a un valor del Estado que es la paz.
No es esto un llamado a la impunidad: para eso deben existir comisiones de verdad y de reparación (pasos fundamentales para llegar a la paz). Pero no es realista pensar en llenar las cárceles de guerrilleros condenados en procesos judiciales.
Para ello es fundamental la priorización. Si ésta se hace de una manera correcta es imposible en la práctica que un cabecilla de las Farc quede habilitado para hacer política, eso sin mencionar que es improbable, además, a nivel de legitimidad electoral. Hace falta, sí, más claridad en los criterios de priorización y de penas. El defecto del marco es ese.
Los defensores de la iniciativa dicen que esto se hará más claro en la ley estatutaria que regule el tema con posterioridad. Pero el marco para la paz, como lo dijimos, es un camino. Y el camino debe estar bien definido, sin ambigüedades, para que así lo sepa no sólo la ciudadanía, sino también la guerrilla, el posible interlocutor. El Gobierno ha dicho que incorporará cambios de acuerdo con las críticas: esperamos que sea cierto y que se haga pronto. Con todo el debate de rigor que esto amerita.