Dejemos de hablar de monstruos y vamos al fondo

25 de junio de 2020 - 05:00 a. m.
¿Qué fallas hay en la cultura colombiana y en la educación que brinda el Ejército a sus miembros como para que por lo menos siete soldados participen en la violación de una niña de 12 años? / Foto de referencia: Archivo El Espectador
¿Qué fallas hay en la cultura colombiana y en la educación que brinda el Ejército a sus miembros como para que por lo menos siete soldados participen en la violación de una niña de 12 años? / Foto de referencia: Archivo El Espectador

La tentación siempre es apelar a la existencia de “monstruos”. Cada vez que hay un caso terrorífico de abuso sexual contra una menor de edad, el lenguaje que utilizan las autoridades es deshumanizante. Los victimarios son, entonces, estos sujetos desalmados, irracionales y monstruosos. El problema con esa actitud es que nos distrae de hacernos las preguntas difíciles necesarias.

¿Qué fallas hay en la cultura colombiana y en la educación que brinda el Ejército a sus miembros como para que por lo menos siete soldados participen en la violación de una niña de 12 años? La violación es un delito tan común, que no es suficiente decir que se trató de unas manzanas podridas, de unos monstruos irredimibles a quienes hay que encerrar de por vida.

Los hechos son dolorosos. Se nos agotan los adjetivos para describir lo ocurrido. Una niña de 12 años, perteneciente al pueblo embera, fue violada en el corregimiento de Santa Cecilia, del municipio de Pueblo Rico, Risaralda. Todo parece indicar que los responsables son soldados pertenecientes al batallón San Mateo, adscrito a la Brigada 8 del Ejército. Se ha hablado de entre siete y nueve personas involucradas.

El mismo Ejército salió a rechazar los hechos y anunció las investigaciones debidas. La Fiscalía dijo que ya está tomando las medidas necesarias. El presidente de la República, Iván Duque, dijo que no se tolerará “ningún tipo de abuso a menores de edad y mucho menos cuando involucre a uniformados que enlodan el honor de las fuerzas con actos ruines como el denunciado en Pereira contra una niña indígena”.

El rechazo es contundente, pero es insuficiente que la discusión se quede en las penas. También hay que resistir la tentación que produce adoptar el discurso de las “manzanas podridas”. Por supuesto que el honor de las Fuerzas Armadas tiene que protegerse, pero una manera de hacer eso es preguntarnos por la cultura que hay entre sus miembros. ¿Cómo podemos, a través de la educación militar y de las conversaciones que se dan en los batallones, hacer que nuestro Ejército tenga enfoque de género y sea un aliado en la lucha contra los delitos sexuales?

La Autoridad Tradicional Indígena de Pueblo Rico aseguró que “esta no solo ha sido una agresión para nuestra niña y su dignidad como ser humano y como miembro de un pueblo ancestral; ha sido una agresión para todo nuestro pueblo embera katío y un acto que defrauda la confianza que hemos depositado en (el Ejército) como representantes del Estado”. Gerardo Jumí, autoridad embera, dijo en La W que “la relación entre los pueblos indígenas y el Ejército por lo general es tensa (...) el abuso sexual contra mujeres indígenas es frecuente, pero es invisibilizado y silenciado”. Son denuncias que no deberían caer en oídos sordos.

No hablemos de monstruos ni nos quedemos en las penas. Discutamos sobre problemas estructurales, sobre los efectos perversos de una cultura machista, sobre el poder que reciben los soldados y la necesidad de que se ejerza siempre con responsabilidad. El presidente, el ministro de Defensa y la Comandancia del Ejército deberían liderar esa conversación.

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