No un privilegio ni un lujo ni una dádiva misericordiosa, que es como en Colombia se entienden los derechos de las personas, sino una facultad: la oportunidad de recibir la pensión de su fallecido padre. La entidad material con la que el Estado se comprometió al ser él una persona con discapacidad. Pero no. No ha sido posible. La persistencia —la suya, personal, admirable— es un modelo de vida que, al buen parecer de las autoridades, le impide hoy acceder a lo que desde siempre ha merecido.
Es bastante lo que las redes sociales han hablado del caso de Camargo. La polémica se hizo visible a raíz de una columna de Daniel Coronell en la revista Semana. Se trata de un hombre de 52 años que ha luchado de forma constante para lograr cosas: con una discapacidad probada, que hoy llega al 69,2%, fue al colegio e impresionó a todos con sus habilidades para las matemáticas.
Desde ahí se abrió paso por la vida, a pesar de tener una dificultad grande para hablar y caminar, y llegó al difícil examen de admisión de la Universidad Nacional de Colombia, donde luego estudió estadística: se graduó aplaudido. Hace 20 años trabaja en una entidad del Estado, siendo, a las claras, un ejemplo de superación personal.
Pero su enfermedad avanza, igualmente, a pasos agigantados y persistentes. Da la vuelta entera. Desde hace cinco años Camargo sufre dolores musculares que llevan el nombre de artrosis generalizada múltiple. Dicho más fácil, “todo mi cuerpo me duele”, como aseguró en diálogo con este diario. También envejecimiento prematuro. También se cae todos los días, lo que causa lesiones físicas degenerativas. Necesita más recursos para atender esos padecimientos. La pensión de su padre, prometida por el Estado en la Constitución. Letra muerta en papel muerto.
Primero fue la Caja Nacional de Previsión Social (Cajanal) la que negó la pensión por tratarse de una persona “emancipada y empleada”. Sobrecalificado, independiente, que se vale por sí mismo. Olvidan que padece lo que el corazón de la norma regula: una discapacidad a secas. Al parecer eso no es importante.
El Tribunal Superior de Bogotá, contestando una tutela que Camargo interpuso, dijo que “no se advierte comprometido el mínimo vital, el derecho a la salud, ni a la seguridad social del demandante; menos aún, que se genere para el mismo un perjuicio irremediable”. Y remata, con una hábil secuencia de términos jurídicos, que “en el evento de producirse la pérdida total de la capacidad de laborar, hecho futuro e incierto (…) que de configurarse podrá acceder entonces el nombrado (Mario Ernesto) a la pensión de invalidez”. La pérdida total de su capacidad es (vaya, vaya) un hecho futuro e incierto. Al parecer el único hecho futuro y cierto es la muerte de Camargo. Sin matices.
El contraargumento de Mario Ernesto es mucho más elocuente y digerible: “A mí no me pueden negar mis derechos porque me superé. Eso es injusto”. Es cierto. Resulta deplorable esta actitud del Estado frente a un caso bastante claro —69,2% de discapacidad, insistimos— de cumplimiento de los requisitos normativos, que se da, nada menos, que en sus narices. Otro porvenir es el que merece Camargo: el cumplimiento de sus derechos básicos.