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A su vez, la principal causa para que una persona experimente un padecimiento de este tipo es el alto consumo de comida chatarra y bebidas azucaradas. En este país, el 34,6% de la población presenta sobrepeso y el 16,5% padece obesidad: la malnutrición no es solamente una problemática que se da por no comer. Comer mal, salirse en exceso de los cánones que mandan una dieta balanceada, genera problemas también. Muy graves.
Es obvio que esos hábitos alimenticios deben promoverse desde la primera infancia, casi como cualquier otro de la formación humana. Es por eso (y por otro buen puñado de razones) que el Concejo de Bogotá está analizando un proyecto de acuerdo que promueve la cabildante María Fernanda Rojas: prohibir la venta de gaseosas y comidas chatarra en las instituciones educativas y en los parques públicos. Esto en respuesta a que desde 2009 existe en el papel una ley en Colombia que establece la prioridad que debe tener la atención a la obesidad, pero que poco ha sido acatada y aplicada.
Y vaya si las consecuencias se han hecho notar: la Encuesta Nacional de Situación Nutricional señala que una de cada dos personas consume gaseosas o refrescos al menos una vez por semana y una de cada cinco lo hace a diario. 21% son jóvenes entre los 9 y los 13 años, y el 28% están entre los 14 y los 30 años. En los últimos cinco años, la demanda de bebidas azucaradas aumentó casi 40%. ¿Qué hacer, entonces, para que las personas coman mejor, ya no en cantidad, sino en calidad?
Rojas argumenta que lo que se busca es la promoción de comidas y actividades saludables. La repetición consciente de que ese es el mejor futuro, haciendo una campaña para que las gaseosas y las papas fritas se dejen a un lado por los jugos y las manzanas. Una tarea nada fácil pero que, con un buen apoyo institucional y del sector privado, puede salir adelante. Para eso se necesita que el Distrito y las empresas lleguen a un acuerdo en las ventas de sus productos.
No apoyar una iniciativa de esta índole sería algo absurdo e ilógico. Sin embargo, por ese mismo camino de la lógica puede venir la posibilidad de la prohibición de algo que, aunque peligroso, es jurídicamente viable. Las empresas que comercializan los productos “chatarra” reportaron ventas anuales por casi $12,5 billones. ¿Ellos qué? ¿No riñe esto con su libertad de empresa?
Ese es el gran debate que debe adelantarse. No del lado del consumidor (el ámbito de autonomía se hace difuso cuando hablamos de un niño), sino del vendedor: ¿Cómo puede sobrevivir la industria si sus productos son vetados en un mercado grande? ¿Y cómo puede el niño llegar a una salud ideal si le meten por las narices productos que la perjudican? Entre estos dos extremos es que hay que llegar a un punto medio.
La prohibición en colegios (y en parques públicos, cosa que hace mucho más complejo el asunto) debe ser una medida que se examine con lupa: valdría la pena hacer un diálogo entre los sectores de salud y las empresas privadas con el norte de la salud de los menores de edad en Bogotá. Y, al mismo tiempo, que el Distrito vuelque su capacidad institucional para hacer campañas masivas en los colegios y otros institutos para que las guías de alimentación balanceada sean promovidas y vueltas una realidad. Y habría que pensar en otro tipo de incentivos positivos para transformar los hábitos. No podemos dejar que este problema se nos salga de las manos.