El último anuncio del que tenemos noticias se origina en la misma Corte Constitucional: han informado que el miércoles de esta semana se reunirán sus magistrados en Sala Plena y decidirán (valga decirlo, por primera vez en toda su historia) si revocan del cargo a su presidente: una movida que, a fuerza de ser más efectiva que otras más diplomáticas que se han utilizado, obligue al señor Pretelt a hacer lo que ha debido por autonomía propia. Se trata de una forma desesperada de hacer las cosas: el reglamento de la Corte no prevé este tipo de situaciones. Sin embargo, en el orden del día de mañana miércoles figura la petición que han hecho Luis Ernesto Vargas y Jorge Iván Palacio: “Revisión proyecto de reforma del reglamento interno de la Corte Constitucional”. Una reforma con nombre propio, mejor dicho. El aún magistrado Pretelt simplemente se alejó del cargo de forma provisional (dijo que para mantener intacta su presunción de inocencia) y puede volver cuando le plazca.
Esta reforma de último minuto pone en evidencia la crisis por la que atraviesa la institución: justo cuando su imagen está deteriorada estalla un escándalo de grandes proporciones que mancha, tal vez demasiado, la historia de una alta corte que se ha distinguido por su legitimidad ante la sociedad y los derechos que merece. La crisis, por supuesto, queda transparente cuando los magistrados deben recurrir a maromas legales para intentar salvar su nombre. Esta casa editorial no ha estado de acuerdo nunca con las reformas que se hacen al calor de los hechos y mucho menos cuando llevan nombre propio. Esta no es la excepción.
Existe, empero, eso que llaman “la dignidad del cargo” cuando se ocupa un puesto público: una responsabilidad que lleva consigo acometer distintas tareas, pero también tener de presente en todo momento un código de conducta muy estricto. Eso, nos parece, es lo que viola constantemente el todavía magistrado Pretelt. No es que presumamos mal de su inocencia, que queramos condenarlo de antemano con alguna acusación. Eso habrán de decidirlo las instancias que el Estado ha diseñado para ello. Pero el deber ético del aún magistrado, ya lo hemos dicho otras veces, es renunciar a su cargo: no solamente por cuestiones de legítima defensa sino también por la salud institucional del país. Los magistrados pasan. La Corte no tiene por qué estar, a las volandas, metida en ver cómo apagar incendios, con modificaciones a la medida para superar el terco descaro de uno de sus miembros. Es mucho, ya, lo que el aún magistrado le debe al país.
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