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Hoy hace dos años el grupo terrorista Hamás llevó a cabo un deplorable ataque en Israel, con un alto número de personas asesinadas y otras secuestradas como rehenes, dando paso a una legítima reacción de defensa israelí que, en su absoluta desproporción, ha violado todas las normas del derecho internacional. Ayer comenzaron en Egipto las negociaciones entre las dos partes involucradas para evaluar el plan de paz de Donald Trump, que busca poner fin a la guerra en Gaza. Hay un moderado optimismo frente al resultado de las conversaciones, dado que Hamás aceptó de manera condicionada la propuesta solicitando negociar “algunos detalles”. Allí radican las dificultades.
El presidente estadounidense, único factor real de presión que permitiría avanzar hacia una eventual paz duradera, está empeñado a fondo en que la propuesta pueda tener resultados positivos a muy corto plazo. Como aspecto esencial, y de acuerdo con los analistas, el objetivo del ocupante de la Casa Blanca es la obtención del Premio Nobel de Paz, y el tiempo apremia para tener un resultado definitivo. El presidente norteamericano esbozó su plan atendiendo a la mayor parte de las exigencias israelíes, por lo cual ahora presiona al primer ministro, Benjamín Netanyahu, para que ceda en ciertos aspectos que, para los ultranacionalistas y ultraortodoxos partidos que forman parte de su coalición de gobierno, son imposibles de aceptar. El más importante, que Gaza no sea incorporada de inmediato a Israel, ni Cisjordania más adelante, y que quede bajo una administración internacional.
El tiempo parecería correr a favor del grupo fundamentalista gazatí, que puede dilatar las conversaciones a su conveniencia. Para Hamás el tema de la devolución de los rehenes israelíes, que aún mantiene en su poder -se calcula que son 48, y que cerca de 20 continúan con vida-, su eventual desarme, amnistía y salida de la Franja son hechos vitales para su subsistencia. La dificultad principal radica en que Hamás, a pesar de la disminución de su popularidad, mantiene unos niveles mayores de aceptación a los que tiene la Autoridad Nacional Palestina (ANP), legítima representante de los palestinos tras los Acuerdos de Oslo, y no parece que vayan a aceptar, de manera fácil, su disolución. Uno de los aspectos que tendrán que considerar, si se llega a un acuerdo definitivo y se mantienen en la actividad política, es el reconocimiento de Israel, país que desconocen y que buscan destruir.
A pesar de las expectativas existentes, el balance que dejan estos dos años de guerra es desolador. Netanyahu no ha logrado cumplir las dos metas con las cuales se comprometió: la devolución de todos los rehenes y la destrucción de Hamás. El uso de la fuerza letal ha causado más de 66.000 muertes, la mitad mujeres y niños asesinados dentro del horror en Gaza. Entre ellas están las cerca de 500 personas que han muerto de inanición ante el bloqueo que impide el ingreso de alimentos. Por estos hechos Israel tiene pendientes casos abiertos ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y Netanyahu ante la Corte Penal Internacional (CPI), por delitos de lesa humanidad, crímenes de guerra y genocidio.
Para terminar el horror en Gaza, es urgente que se establezca un inmediato alto al fuego mientras se negocia el plan de paz. Las dos partes involucradas en el conflicto, Israel y Hamás, así como los países mediadores, Egipto y Catar, pero muy en especial Estados Unidos, deben actuar con madurez, sensatez y equilibrio. Se debe garantizar la seguridad de Israel hacia el futuro, así como la existencia definitiva del Estado de Palestina. Ninguna paz impuesta por la fuerza, sin atender las pretensiones de ambas partes, podrá solucionar esta grave situación.
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