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Gustavo Petro llegó a la Casa de Nariño con la convicción de ser el presidente de la paz, pero olvidó que seguimos siendo un país en guerra. Tal vez no lo reconoció, porque es cierto que los intereses de los grupos al margen de la ley hoy son muy distintos a lo que pasaba, por ejemplo, en los años ochenta y noventa. Quizás, como hemos especulado en este espacio en el pasado, sobreestimó su capacidad de llegar a acuerdos de paz por representar él la muestra viva de que las ideas de izquierda pueden llegar al poder por la vía democrática. También es cierto que la misión de su primer ministro de Defensa, Iván Velásquez, se concentró en atender las fallas de diseño institucional dentro de las fuerzas armadas, que a lo largo de los años llevaron a múltiples abusos y preocupaciones. Sin embargo, el resultado es el mismo: mientras el mandatario soñaba con firmar múltiples acuerdos de paz, los criminales se fortalecieron. Estamos pagando las consecuencias.
No lo decimos sólo nosotros ni quienes han hecho oposición política con la violencia; es un reconocimiento que el mismo gobierno hace entre dientes. El ministro de Defensa, Pedro Sánchez, dijo hace unos días, antes incluso de estar enfrentando los abominables ataques del jueves y del viernes, que los grupos criminales “crecieron soterradamente traicionando” al Gobierno y que “se fortalecieron tanto en capacidades como en número, producto del narcotráfico”. Un informe de inteligencia militar que dio a conocer El Tiempo encontró que “en el primer semestre de 2025, los grupos armados ilegales crecieron en más de 1.000 hombres, sumando en total casi 22.000 ilegales” y que “hacen presencia en 10.934 veredas de 562 municipios en 29 departamentos”. Estamos llenos de enemigos de la paz soñada.
En ese contexto, los terribles ataques de estos días no sorprenden, lo que no quiere decir que no sean dolorosos. Al cierre de esta edición, las bombas en Cali dejaron seis personas muertas y más de setenta heridos. El helicóptero de la policía derribado en Antioquia dejó 13 uniformados asesinados vilmente, al tiempo que se difundió un audio de los victimarios exclamando “coronamos”, celebrando la barbarie. En Florencia, Caquetá, estalló el viernes una bomba, sin víctimas. La zozobra se siente entre los colombianos, mientras las autoridades prometen reacción eficaz y persecución implacable a los autores intelectuales.
El presidente Petro dijo que “las columnas del Estado Mayor Central en el Cauca ya sufrieron un golpe estratégico. Su reacción no es de fortaleza, es de debilidad”. También pidió nombrar a la Segunda Marquetalia y al Clan del Golfo como organizaciones terroristas. En su discurso, el Estado colombiano está cerca de un triunfo, de la “pacificación”, y estos ataques son muestra del desespero de sus enemigos. Si bien es verdad que se trata de actos que buscan hacer ruido y sembrar terror, las cifras que hemos comentado despiertan dudas sobre esa narrativa del Gobierno. La realidad es más compleja y descorazonadora: regiones enteras del país siguen siendo zonas de influencia de grupos criminales que están bien financiados, que están creciendo en número de miembros y que sienten que pueden burlarse de las fuerzas armadas. Parafraseando al ministro de Defensa, la traición ya no es soterrada.
La paz necesita estructura, planeación y fuerza. La administración Petro lo aprendió sobre la marcha y no queda suficiente tiempo para ajustar adecuadamente su estrategia. Los meses restantes serán de intentar salvar algunos diálogos, mientras las fuerzas armadas luchan por recuperar espacio y dar golpes al narcotráfico y a otras rentas ilegales. Ha quedado claro que la búsqueda de la paz no puede desconectarse de la realidad de la guerra.
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