Era la noche del 18 de diciembre de 2024 en La Escombrera, ese botadero de desechos de construcción y material estéril de minería que, como una herida abierta en la tierra, ocupa 6.912 metros cuadrados de una montaña que se ve desde el barrio Las Independencias, de la Comuna 13 de Medellín. Allí viven familias que aseguran que los restos de sus desaparecidos están bajo la tierra. Luz Ángela Velásquez era parte de una de esas familias. Esa noche, junto al perímetro delimitado por una cinta violeta de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas y en el cual se escudriña gracias a la medida cautelar que ordenó la Jurisdicción Especial para la Paz, ella le contaba a un periodista de El Espectador cómo había sido su mañana en la que había atestiguado la que pronto sería una de las noticias del año.
Transcurría con normalidad la que era su rutina tras 22 años de buscar a Carlos Mario Pérez, su esposo y padre de sus tres hijos: ir a La Escombrera, rezar y acompañar la excavación en busca de restos de quienes desaparecieron durante y tras la Operación Orión, en la que el Ejército cooperó con paramilitares para sacar a la guerrilla de esa zona de la ciudad. De repente, Velásquez escuchó que, desde donde se removía la tierra, los forenses llamaban con urgencia a funcionarios de la investigación. Les avisarían del hallazgo de huesos humanos bajo la tierra. Este hallazgo dejaría a las buscadoras una esperanza agridulce: se confirmaba que decían la verdad y, contrario a la versión estatal, en La Escombrera sí había restos de desaparecidos. ¿Cuáles? Ahora vendría otra etapa de la búsqueda.
Sin embargo, un dolor de cabeza fuerte obligó a Luz Ángela a interrumpir su relato. Los paramédicos la llevaron a urgencias y allí falleció a los tres días por un aneurisma. Luz Ángela es una entre las 24 integrantes del movimiento Mujeres Caminando por la Verdad que han fallecido sin poder abrazar de nuevo a sus seres queridos. En su búsqueda, muchas de estas mujeres han sido víctimas de estigmatización, violencia sexual, desplazamiento, amenazas y hostigamientos. Han perdido sus trabajos, han abandonado sus estudios, han vivido del día a día. Sus cuerpos cargan el cansancio del duelo inacabado y las secuelas físicas y emocionales del abandono institucional.
Muchas, debido a lo extenso de los procesos de búsqueda, no alcanzarán una pensión ni una vivienda digna. Algunas, como Luz Ángela, mueren antes de saber qué fue de los suyos. Sus vidas y sus muertes encarnan la dignidad de un movimiento que no se ha rendido y gracias al cual hoy estamos más cerca del esclarecimiento de un pedazo de nuestra historia de violencia.
Hoy, 23 de octubre, Colombia honra por segunda vez el Día Nacional de Reconocimiento a las Mujeres Buscadoras de Víctimas de Desaparición Forzada, establecido “en homenaje por la contribución sustancial y continua que han realizado al esclarecimiento de la verdad, la justicia, la defensa de los derechos humanos, la memoria histórica, la garantía de no repetición y, en especial, al derecho a la búsqueda”. El reconocimiento de este día es un avance de la Ley 2364 de 2024, que reconoce las vulneraciones que han sufrido estas mujeres. Pero esta ley no está plenamente reglamentada, recién cerró proceso de adición de comentarios, y corre el riesgo de no trascender lo conmemorativo. Esta demora desconcierta cuando se ve la urgencia de algunos políticos afines al Gobierno en tomarse fotos con las buscadoras previo a la época electoral. La deuda del Estado colombiano con las víctimas de desaparición forzada no es abstracta. Durante décadas, fue el propio Estado —a través de agentes armados, omisiones o complicidades— el que permitió, encubrió o ejecutó desapariciones. Y todavía hoy la impunidad sigue siendo la regla.
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