Un hombre de 56 años manejó por Minnesota (Estados Unidos) en su carro con una lista de 70 personas, todas pertenecientes a la política local, con el objetivo de asesinarlas. Llegó a la casa de Melissa Hortman, congresista estatal, y la asesinó junto a su esposo Mark. Después fue a la casa del senador estatal, John Hoffman, a quien también intentó matar junto a su esposa Yvette. Al cierre de esta edición, el hombre sigue a la fuga, mientras el país del norte está conmocionado. El título de una columna de The New York Times, escrita por Lisa Lerer, da un diagnóstico devastador: “Al igual que las masacres en los colegios, la violencia política se convirtió en algo rutinario”.
Hace un año, en este espacio discutimos los hallazgos del Barómetro Edelman. En aquel entonces, escribimos: “El Barómetro Edelman encontró que Colombia y Estados Unidos son los dos países más polarizados del mundo, solo superados por Argentina, donde tienen unas disputas históricas conocidas como la ‘grieta’. Lo más llamativo del dato es que las personas en nuestro país sienten que esas divisiones no se pueden superar”. No se nos escapa, entonces, que mientras escribimos estas nuevas líneas sobre violencia política en los Estados Unidos, las calles de las principales ciudades colombianas están tomadas por manifestantes lamentando el atentado contra Miguel Uribe Turbay, precandidato presidencial. Allá y acá parece haberse normalizado la idea de que la violencia política es un mecanismo aceptable de silenciar a los opositores.
No se trata de hacer analogías fáciles. La diferencia entre los contextos de Estados Unidos y Colombia es determinante: aquí tenemos una larga y lamentable historia contemporánea de criminalidad asociada a la violencia política. Mientras que en el país del norte, como en el caso más reciente, los hechos suelen ser llevados a cabo por “lobos solitarios”, personas que se radicalizan y recurren a la violencia, en Colombia por lo general se puede rastrear la mano de organizaciones criminales. No queremos, entonces, sugerir que los casos son similares.
Sí es nuestra intención, no obstante, poner la lupa sobre un factor en común: la polarización y la normalización de la violencia retórica en los discursos. Lo escribió Aldo Civico en su columna para El Espectador la semana pasada, a propósito del atentado contra Uribe Turbay: “Todo acto violento, antes de hacerse físico, es simbólico. Antes de que alguien apriete un gatillo, hay una historia que lo justifica, una narrativa que lo convence, una serie de frases dichas con rabia o con cinismo, un enemigo inventado, reducido, caricaturizado”. Otra columna del Times, firmada por Barbara McQuade, propuso algo similar en respuesta al horror en Minnesota: “Esta violencia no salió de la nada. El paisaje para que exista se ha construido durante un largo tiempo (...) por la política polarizada, la alienación social, la desinformación y las estrategias de humillación en redes sociales”.
Cuando ocurre el horror, hay muchas condiciones que no dependen de los ciudadanos y los líderes políticos. Eso no es excusa, sin embargo, para que no haya reflexiones. ¿Hasta dónde nuestros discursos y la manera en que discutimos sobre nuestras diferencias nos llevan a crear el paisaje para justificar atrocidades? La pasión es bienvenida e inevitable, pero nuestras democracias también necesitan nuestra capacidad para dialogar, encontrarnos y no ver al otro como el enemigo. ¿Cómo evitamos que la violencia se nos vuelva rutina?
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