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El Gobierno Nacional está buscando la fiebre en las sábanas. El anuncio de convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente resulta decepcionante y peligroso. Ante la falta de capacidad para convencer y la urgencia de intervenir en política en una campaña que se anuncia adversa para el Pacto Histórico, la Casa de Nariño propone entonces cambiar todas las reglas de juego, emprender un camino incierto que puede salir muy mal e intentar que los debates de las próximas elecciones giren en torno a cambiar una Constitución que apenas tiene 34 años y que ha permitido avances notables.
Si de símbolos se trata, no deja de ser extraño el comunicado del Ministerio de Justicia desde China para anunciar la Asamblea Nacional Constituyente. En sus primeras líneas, el ahora renunciado ministro, Eduardo Montealegre, exalta la “transformación de la República Popular China en un coloso económico” y luego dice que, en Shanghái, “podemos encontrarnos los pueblos de Oriente y Occidente sobre bases de igualdad, solidaridad y respeto”. No menciona que el régimen chino ha sido convertido en delito defender la democracia, lo que llevó al encarcelamiento de protestantes y políticos en Hong Kong, después de protestas que inspiraron al mundo y también sirvieron de referencia para el estallido social colombiano. Mala señal impulsar una constituyente desde el desprecio por los principios democráticos.
También es elocuente lo que vio el país el pasado viernes: un presidente que llena la Plaza de Bolívar utilizando la burocracia estatal para sacar a marchar a los funcionarios. La Constitución de 1991 surgió de un movimiento social desde la base, exhausto de una Carta Política de más de un siglo y asfixiado por el narcotráfico y las guerrillas; esta nacería de los recursos financieros de un gobierno que no supo construir alianzas más allá de sus seguidores fieles, que sigue creyendo que su visión del pueblo es la única válida y que excusa sus propios fracasos en conspiraciones ilusorias. Esta constituyente surge como capricho, como falsa solución a un problema mal diagnosticado y, cómo no, como estrategia electoral de coyuntura.
Sí, la Constitución de 1991 necesita reformas. También es cierto que el país está todavía lejos de cumplir muchas promesas de ese proceso constituyente y que un sector del liderazgo político está cómodamente atrincherado en prácticas cuestionables. Sin embargo, eso podría contrarrestarse construyendo mayorías en el Congreso, llevando a cabo negociaciones políticas amplias, abandonando la conflictividad fincada en los odios que caracterizó al gobierno Petro. La historia del fracaso de este mandato en la Rama Legislativa no es una de bloqueo, sino de constantes torpezas mezcladas con arrogancia e incompetencia.
No hay que irse a China para entender lo que puede salir mal con la constituyente; basta con mirar a Chile. Después de un movimiento social que inspiró al continente entero, el proceso constituyente se estrelló contra su baja capacidad de construir consensos, de incluir a toda la población y de salirse de los dogmas de una izquierda que no ha sabido leer los contextos contemporáneos. Ese país sigue teniendo una constitución de la dictadura porque las fuerzas políticas no fueron capaces de sentarse a conversar y buscar puntos de encuentro. ¿Creemos que Colombia haría algo distinto después de una presidencia tan polarizante y una oposición política tan terca? Por andar pensando en elecciones y cortoplacismo, el Gobierno ha perdido su capacidad de diagnosticar lo que está mal con Colombia.
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