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El autoritarismo de Donald Trump

El Espectador

22 de septiembre de 2025 - 12:00 a. m.
La protección que Estados Unidos le ha dado a lo largo de su historia a la primera enmienda es referente de las democracias a nivel global.
Foto: EFE - SARAH YENESEL

Para la censura siempre hay excusas. Muy rara vez un autócrata es del todo transparente en sus intenciones de silenciar a quienes lo cuestionan y lo incomodan. Hugo Chávez, por ejemplo, siempre culpó a los dueños de los medios que fue cerrando poco a poco hasta que en su país quedaron muy pocas voces disidentes. Vladimir Putin auspicia todo un ecosistema mediático de comentadores que son leales a lo que pide el Kremlin, mientras que los periodistas que se le oponen terminan exiliados, como M. Gessen, o envenenados, como Alekséi Navalni, por citar dos de un centenar de ejemplos rusos. Nayib Bukele ha amenazado y perseguido a los periodistas de El Faro y de otros medios críticos a la opacidad de su gobierno. Cuando figuras de ese estilo llegan al poder en las democracias, empiezan una campaña implacable de desprestigio y presión hasta que quienes los investigan y critican terminan silenciados de una u otra manera. Eso es lo que está ocurriendo en los Estados Unidos.

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En términos jurídicos, la protección que Estados Unidos le ha dado a lo largo de su historia a la primera enmienda de su constitución es referente de las democracias a nivel global. La libertad de expresión no se considera absoluta, pero sí tiene que ser protegida porque, por definición, está creada para incomodar. Un país creado en revolución a una monarquía lo comprendió desde el principio. En un discurso pronunciado en 1783, George Washington dijo que si se pierde la libertad de expresión, “podemos ser llevados, mudos y silenciosos, como ovejas al matadero”. No se puede hablar de una democracia con libertades si un solo líder puede definir quién tiene permiso de hablar y quién no. Porque, como dijimos, excusas siempre hay: alguien hizo un chiste que ofende a otra persona, alguien tiene una posición política que incomoda a la mayoría, alguien comparte ideas que son estigmatizadas y caricaturizadas. Las sociedades maduras comprenden que convivir implica que las ideas puedan expresarse libremente; los egos de los autócratas consideran que eso es una agresión en su contra.

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A Stephen Colbert, comediante estadounidense muy crítico de la administración actual, le cancelaron su programa en televisión porque, según la cadena CBS, daba pérdidas. Cuando se conoció la noticia, el presidente Donald Trump escribió: “Me encanta que despidieran a Colbert. Su talento era incluso menor que sus índices de audiencia. He oído que Jimmy Kimmel es el siguiente”. Dos meses después, Jimmy Kimmel hizo un comentario sobre el asesinato de Charlie Kirk. En respuesta, el presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), Brendan Carr, dijo: “Estas empresas pueden encontrar cómo cambiar la conducta y tomar medidas sobre Kimmel o, francamente, la FCC tendrá trabajo por delante”. A las pocas horas, Kimmel fue suspendido. Trump celebró: “Buenas noticias para Estados Unidos: El programa de Jimmy Kimmel, con sus bajos índices de audiencia, ha sido cancelado. Eso deja a Jimmy (Fallon) y Seth (Meyers), dos completos perdedores, en Fake News NBC. Sus índices de audiencia también son pésimos”.

Lo dicho, siempre hay excusas: que no hay modelo de negocio, que se hizo un chiste que cruzó alguna línea. Sin embargo, no es coincidencia que esto les ocurra solamente a personas que han criticado abiertamente a Trump, mientras la Casa Blanca usa su poderío para amenazar con revocar licencias si alguien se atreve a incomodarlos. Eso no es democracia ni libertad. Es autoritarismo del clásico. Cuando la validez de un discurso depende del ego frágil del líder de turno, se cae en la censura. Y Washington ya advirtió hace siglos lo que ocurre cuando esta es permitida.

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