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La deportación colectiva y sin protocolos que llevó a cabo Ecuador de colombianos privados de la libertad es una agresión injusta para nuestro país y también para los derechos fundamentales de quienes han hecho parte de ese proceso. Tienen razón la Cancillería colombiana y el presidente de la República, Gustavo Petro, en expresar su preocupación y franca sorpresa ante la falta de voluntad de diálogo del gobierno liderado por Daniel Noboa. Estamos cayendo en medio del desespero del presidente del país vecino por mostrar resultados ante la crisis carcelaria y de seguridad en su país.
El fin de semana, la Gobernación de Nariño y la Cancillería anunciaron que por lo menos 300 personas privadas de la libertad fueron enviadas por Ecuador a nuestro país. Según datos del gobernador del departamento fronterizo, Luis Alfonso Escobar, solo diez de esas personas fueron capturadas por tener antecedentes penales en Colombia. Mientras tanto, el Ministerio de Relaciones Exteriores emitió un comunicado que denota frustración y falta de información pues, entre otras cosas, dice que ha sido imposible conocer quiénes son las personas que están siendo deportadas. Se siente como si Ecuador estuviera realizando un acto de xenofobia: “Estas personas privadas de la libertad son colombianas, por ende, se van para su país”. El problema es que ese tipo de procesos no puede funcionar así.
Hay dos niveles de discusión en esta crisis. El primero tiene que ver con los derechos fundamentales de las personas deportadas. Nos parece necesario recordar lo obvio en este mundo de populismo punitivo: una persona no pierde su humanidad solo por estar encarcelada. Las deportaciones se tienen que hacer respetando el derecho internacional y la dignidad de quienes están siendo repatriados. Eso implica que se surta un proceso en el que se justifique lo que se está haciendo y pueda ser verificado por representantes del Gobierno colombiano.
El segundo nivel es el de las relaciones diplomáticas. Colombia y Ecuador son aliados, sus fronteras son porosas, nuestra colaboración tiene una larga historia. Como dijo el presidente Petro en su típico estilo rimbombante: “Si la Gran Colombia entra en guerra, entra en guerra la humanidad. Si la Gran Colombia se encuentra, se encuentra la humanidad”. En palabras más sencillas, no hay motivos para que uno de nuestros gobiernos decida crearle una crisis a otro de manera unilateral. La Cancillería ha pedido una y otra vez que se empleen protocolos consensuados, que se comparta información, que se hagan avisos a tiempo para que la devuelta de las personas se haga respetando sus derechos y cuidando la seguridad de nuestros connacionales. Nada de eso pasó.
Claro, al presidente Noboa no le importa. En su discurso, esta es una manera de mostrarse “fuerte” contra el crimen y, de paso, poner en aprietos al presidente Petro, que en su momento coqueteó con la idea de no reconocer los resultados en Ecuador. Es una muestra de relaciones diplomáticas enrarecidas y de un debate público al servicio del populismo. Con un total de 1.000 personas a ser deportadas en estos días, a la Cancillería colombiana no le queda más remedio que enfrentar la crisis con paciencia y presencia en el territorio, mientras se sigue haciendo saber al Gobierno ecuatoriano que esta no es la manera de tratar a un vecino.
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