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La regulación del cannabis en Colombia ha sido una pesadilla burocrática y política. Como hemos discutido en varias ocasiones, los proyectos de ley que han buscado legalizar el uso recreacional se han estancado en medio de una oposición ultraconservadora y poco científica. Sin embargo, el uso medicinal, que está permitido en Colombia desde la Ley 1787 de 2016, tampoco ha tenido el impacto que muchos de sus proponentes esperaban. La sobrecarga de requisitos legales, el alto costo de las licencias y la falta de voluntad política de los gobiernos han hecho que el mercado no se pueda explorar como es debido. En ese contexto de tanta dificultad, el anuncio del Gobierno de Gustavo Petro de permitir la venta de flor seca de cannabis es un paso en la dirección correcta, pero que sigue despertando muchas dudas.
El bajo impacto del mercado legal de cannabis medicinal lo dice una cifra. Según un dato que dio a conocer El País, de España, solo el 0,002 % de la población colombiana tiene acceso a tratamientos apoyados con los beneficios del cannabis; es decir unos mil pacientes. Muy lejos de las promesas que se hicieron al aprobar la ley de regulación, hace ya casi una década. El problema esencial ha sido que los trámites para producir y vender el cannabis legal implican que se requieran inversiones de alto nivel y que los productos que llegan al mercado sean muy costosos. Por eso, las personas prefieren seguir accediendo al mercado ilegal, de fácil acceso y costos mucho más reducidos.
El Gobierno nacional está al tanto de esos problemas. Al permitir el uso médico de la flor de cannabis, que pasa a entender como un producto terminado, ubica al país a la vanguardia de la regulación a escala mundial. El Decreto 1138 de 2025 también busca que solo micro, pequeñas y medianas empresas nacionales puedan llevar a cabo el proceso de cultivo. Al anunciar la medida, el ministro de Salud, Guillermo Jaramillo, dijo que “con este decreto ponemos la salud de las personas en el centro. Damos un paso importante hacia un modelo de atención más humano, que ofrece tratamientos respaldados por la ciencia. También fortalecemos la industria nacional y apoyamos a los pequeños y medianos cultivadores”. Al menos en el discurso, estamos de acuerdo con los objetivos de la Casa de Nariño.
No obstante, hay preocupaciones. Para empezar, la infraestructura burocrática del Estado colombiano es anacrónica, tiene bajas capacidades tecnológicas para garantizar la trazabilidad y sigue creando altos costos que no se pueden cubrir de manera sencilla. La exigencia de costosos estudios médicos que propone la ley hace que, en la práctica, sean pocos los productos que llegan al mercado y dificulta la posibilidad de democratizar el acceso a la producción y al mercado. Todo el sistema de formulación de recetas, que es poco eficiente, hace que comprar los productos sea muy caro. Al final, damos muchas vueltas para llegar al mismo punto: el usuario prefiere el mercado ilegal que el legal, con todos los riesgos que eso conlleva y con el detrimento a la idea que el Congreso tuvo con la legalización.
Es claro que necesitamos un genuino cambio de paradigma. Colombia tiene una legalización a medias, dependiente del presidente de turno y su voluntad política, con mucha influencia aún de los sectores más conservadores. Mientras no haya un consenso más amplio, las normas seguirán siendo opacas y la frustración será la ley para las empresas que quieren hacer las cosas bien. Basta con hablar con cualquier persona del sector para ver que estos años de legalización están muy lejos de cumplir las promesas del Estado. El camino promete ser aun más tortuoso.
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