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Es difícil tomar perspectiva en medio del ruido estremecedor que producen los discursos y las acciones del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. La urgencia del ahora nos hace concentrarnos, por ejemplo, en la ridícula fórmula que empleó su gobierno para determinar la tasa de aranceles, o las falsedades puntuales que el mandatario ha disparado hacia sus aliados más cercanos, o la preocupación sobre cómo los pequeños exportadores colombianos están en riesgo en medio de esta guerra comercial mundial desatada, sin consideración alguna por los más vulnerables. Es necesario, sin embargo, dar un paso atrás e intentar, con todas las dificultades que esto representa, formular una idea sobre hacia dónde va esta historia. Estamos en el fin definitivo de una era, y los efectos van a trascender al caudillo populista del norte. El mundo de la posguerra que conocimos ya no existe; el nuevo mundo todavía no ha surgido, y mientras tanto tenemos que resistir a las voces del autoritarismo que ven soluciones fáciles en tiempos tan complejos.
No se trata de ser apocalípticos. No, no es el fin del mundo ni tampoco el final de las democracias liberales. Sin embargo, lo que está haciendo Estados Unidos, porque es el país y no el presidente el que hoy utiliza todo su peso para aplicar estas medidas hostiles, es desarmar las instituciones que construimos para intentar prosperar en un mundo más pacífico, más libre y con mayor desarrollo. La influencia de Estados Unidos en la posguerra ha sido ineludible, tanto para bien como para mal. Ha estado detrás de la Organización de las Naciones Unidas, de la Organización Mundial del Comercio, del apoyo y la protección a lo que eventualmente se convertiría en la Unión Europea, de la investigación científica y el apoyo global a proyectos de salud pública que han salvado millones de vidas. Todo eso está en proceso de desaparecer. Son dicientes las declaraciones de los primeros ministros y presidentes europeos: nuestro aliado más fiel, dijeron, nos ha traicionado. Tienen razón.
Hace un siglo, guardadas las diferencias, el mundo también se atrincheró en el proteccionismo y la sustitución de importaciones. Cerró fronteras, impuso aranceles prohibitivos y buscó que el mercado interno fuera suficiente para mantener la economía. La Gran Depresión y las dos guerras que le siguieron son un recuerdo tenebroso. Ahora, el presidente Trump no quiere a Estados Unidos primero, sino a Estados Unidos a solas. El problema es que la economía de ningún país es independiente. La globalización, en su mejor versión, nos volvió eficientes a partir de la codependencia. Las cadenas de producción hacen que nuestros productos más importantes y más elaborados sean construidos en distintos países. Colombia no ha sido ajeno a este proceso: nuestra economía ha crecido durante décadas gracias a la posibilidad de exportar a Estados Unidos.
Claro, el sistema no es perfecto. El libre comercio muchas veces ha sido disfraz para la ley del más fuerte. Curiosamente, no es Estados Unidos quien más ha sufrido por esto, sino países como los nuestros, que tienen poca posibilidad de competir. El problema es que los aranceles y la falta de cooperación mutua no son la solución, solo veremos precios más altos, más empresas quebradas, más dificultad para crear mercados. Es evidente que Estados Unidos ha claudicado. Cuando el país del norte salga del delirio trumpista, regresará a un mundo cambiado para siempre. Habrá empezado una nueva era. ¿Cómo será? No es evidente, pero sabemos que en tiempos de incertidumbre la violencia aumenta. Es momento de aferrarnos a los principios democráticos y las libertades, así sea tan complicado en estos tiempos. Deben ser nuestra guía en medio de tanta oscuridad.
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