La visita a Bogotá de Francesca Albanese, relatora especial de las Naciones Unidas para los territorios palestinos ocupados, no debería pasar inadvertida. Su participación en la primera cumbre ministerial de emergencia del Grupo de La Haya confirma que su voz es una de las más importantes en la defensa de la población palestina. Pero su presencia cobra aún más relevancia a la luz del reciente informe que presentó ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, titulado “De la economía de la ocupación a la economía del genocidio”.
En él, Albanese detalla cómo el aparato militar israelí que ha destruido Gaza durante estos meses se sostiene gracias a un sistema económico internacional que involucra empresas de múltiples países, incluidas varias de América Latina. Denuncia con nombre propio a cinco empresas de la región que, según sus hallazgos, se benefician directamente del genocidio: Orbia Advance Corporation (México), Petrobras (Brasil), CAF (España), Glencore (Suiza) y Drummond (EE. UU.), estas dos últimas con operaciones en Colombia.
Cada caso es una alerta. Orbia, a través de su filial Netafim, habría facilitado tecnología de riego por goteo que permite la explotación intensiva de agua en Cisjordania, agravando la escasez hídrica de la población palestina y desplazando agricultores. Petrobras, con participación mayoritaria del Estado brasileño, estaría vinculada al suministro de crudo desde campos petroleros en Brasil que terminan abasteciendo aviones y tanques israelíes. CAF, por su parte, construye líneas de tranvía en Jerusalén Este, fortaleciendo los asentamientos ilegales y la anexión del territorio ocupado. Glencore y Drummond siguen exportando carbón desde Colombia a Israel, incluso después de que el presidente Gustavo Petro anunciara la suspensión de esas ventas “hasta que cese el genocidio”. El informe revela que esas exportaciones han continuado gracias a autorizaciones legales especiales, lo que, como el presidente señaló, pone en entredicho la coherencia entre el discurso oficial y las decisiones administrativas del Gobierno colombiano.
Frente a estas denuncias, el Gobierno de Estados Unidos —bajo el liderazgo de Donald Trump— no respondió con investigación ni debate, sino con persecución. Anunció sanciones contra Albanese, acusándola de antisemitismo y de tener un sesgo “implacablemente antiisraelí”. Ese ataque es no solo contra una funcionaria independiente, sino contra la integridad del sistema internacional de derechos humanos. Como advirtió Amnistía Internacional, los relatores de la ONU no están para complacer a los gobiernos, sino para defender a quienes han sido abandonados por ellos.
En ese contexto, la presión internacional no puede permitirse quedarse en lo simbólico. La propia Albanese lo advirtió en entrevista con El Espectador: “Lo que más me preocupa es, además del abandono del derecho internacional, el hecho de que incluso cuando los Estados miembros toman medidas contundentes —por ejemplo, acudir a la Corte Internacional de Justicia o sumarse a los procedimientos de la CPI— no sucede nada”. La relatora fue clara: si este esfuerzo se diluye o se transforma en diplomacia sin consecuencias, se traiciona a los palestinos y se envía un mensaje devastador a las nuevas generaciones: que tener derechos no garantiza protección alguna, y que la justicia es solo para quien pueda imponerla por la fuerza.
Es urgente recordar lo obvio: criticar al Gobierno de Israel no es antisemitismo. Denunciar crímenes de guerra, apartheid o genocidio no es incitación al odio. La distorsión deliberada de ese límite ético, usada para proteger intereses políticos y económicos, es peligrosa. Debemos escuchar a voces como la de Albanese, que piden responsabilidad ante el horror.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com
Nota del director. Necesitamos lectores como usted para seguir haciendo un periodismo independiente y de calidad. Considere adquirir una suscripción digital y apostémosle al poder de la palabra.