En diciembre de 2024, en El Espectador, hicimos el especial “Tregua de Navidad”: convocamos a líderes políticos de diversas orillas ideológicas a reconocer virtudes en sus opositores. Uno de los invitados fue el senador Miguel Uribe Turbay. Su nombre surgió porque, dos años antes, tras la posesión de Gustavo Petro, y aun siendo un opositor declarado, celebró que quien pusiera la banda presidencial fuera la senadora María José Pizarro –a quien la violencia política le arrebató a su padre, el desmovilizado comandante del M-19 y candidato a presidente, Carlos Pizarro–. Decía que le alegraba verla vivir un momento así, porque él sabía lo que significaba perder a un ser querido por la política: en la misma época, su madre, la periodista Diana Turbay, fue secuestrada por Pablo Escobar y asesinada en un operativo del Ejército. Nos pareció un gesto revelador de su talante humano. Miguel Uribe, sin embargo, declinó participar en la tregua por recomendación de su equipo: temían que, en su partido, el Centro Democrático, se interpretara como debilidad o una traición a la militancia de quien aspiraba a la candidatura presidencial. Esa anécdota nos muestra un retrato parcial de nuestra arena política hoy: es difícil abrir espacios para la reconciliación y el reconocimiento del adversario, mientras que se premia la polarización.
Uribe Turbay fue un político joven, polémico y con un tono radical en los últimos años, pero que practicaba la política dentro de las reglas. En el Congreso, donde llegó como el senador más votado del país, fue autor de proyectos que buscaban promover la eficiencia energética, el acceso a la educación, la imprescriptibilidad de los homicidios contra integrantes de la fuerza pública y endurecer las sanciones por el reclutamiento forzado de menores, entre otros. Antes, como secretario de Gobierno de Bogotá, impulsó acciones afirmativas para las poblaciones étnicas, que en su momento fueron un hito. No tuvo escándalos de corrupción y crecía con una hoja de vida limpia en camino a mayores responsabilidades.
No deja de agobiarnos reportar el asesinato de líderes. Este crimen es un magnicidio. El primero, en casi 36 años, contra alguien que buscaba la presidencia. El 7 de junio, un joven de 14 años le disparó en un evento de campaña en Bogotá. Miguel Uribe agonizó dos meses, hasta que la madrugada de este lunes se confirmó su muerte. Las investigaciones han avanzado con varias capturas, incluido el presunto “cerebro logístico” del ataque. La Fiscalía lo investiga como un crimen político. Falta aún esclarecer, con celeridad, quién dio la orden y por qué.
En medio del dolor, resulta grotesco que este hecho se esté usando como arma electoral. Tanto que se especulen teorías de conspiración como que se intente sumar réditos políticos con el atentado es una afrenta a la memoria de Uribe Turbay. El rechazo a este crimen debe ser unánime y sin matices ni oportunismos. No hay causa que justifique una atrocidad así.
La violencia política hiere a toda la sociedad. No importa que unos tuvieran profundas diferencias ideológicas con él y otros grandes simpatías: su muerte es una pérdida para el país entero, porque rompe las reglas que nos permiten convivir y porque cada acto de barbarie erosiona el tejido que nos une. Debemos asumir colectivamente el duelo y la responsabilidad de impedir que hechos así se repitan.
“Ningún hombre es una isla… la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Las palabras de John Donne resuenan hoy con un eco amargo en Colombia. Las campanas fúnebres hoy no suenan solo por Uribe Turbay, sino por nuestra comunidad y la democracia misma: ambas quedan disminuidas. Paz en la tumba de un hombre de 39 años, padre de familia y servidor público que, con sus aciertos y desaciertos, creyó que su país podía ser mejor.
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