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Ahora que hay un acuerdo para detener la violencia en Gaza, nos parece pertinente una reflexión sobre cómo en las últimas semanas se vieron, en calles de Colombia y el mundo, banderas palestinas, pancartas que clamaban por un alto al fuego y voces que exigieron el fin del genocidio. Algunos quisieron ver en esas manifestaciones una expresión de antisemitismo o una defensa velada de Hamás. Si bien los actos de violencia contra empresarios con lazos en Israel que denunciamos hace una semana siguen siendo inaceptables, queremos concentrarnos en quienes sí se expresaron en paz, con vehemencia y una idea clara: marchar por Palestina no es marchar por el terrorismo de Hamás, sino marchar por la vida.
Hamás es una organización islamista fundada en 1987, durante la Primera Intifada, que combina el nacionalismo palestino con una visión religiosa del poder. En 2006 ganó elecciones democráticas en los territorios palestinos, un reflejo de la desesperanza de un pueblo que, asfixiado por décadas de ocupación, bloqueo y humillación, encontró en la resistencia —por más radical y equivocada que fuera— una forma de afirmar su existencia. Un año después, Hamás tomó el control de Gaza y desde entonces gobierna allí de facto. Su discurso y su violencia son inaceptables. La Corte Penal Internacional emitió órdenes de captura contra sus líderes por crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad. Repudiamos su actuar con total vehemencia.
El problema es confundir el repudio al terrorismo con el respaldo a la política de exterminio que Israel desató sobre Gaza. Los atentados del 7 de octubre fueron atroces, pero es irracional tratarlos como causa que justifica el genocidio. No hay crimen que justifique otro crimen.
La historia reciente de Palestina muestra, además, que la violencia prospera donde la política fracasa. En los años 90, el líder palestino Yasser Arafat y su partido Al Fatah apostaron por una salida negociada al conflicto, a través de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). La OLP reconoció el derecho de Israel a existir y firmó los Acuerdos de Oslo, que crearon la Autoridad Nacional Palestina. Pero mientras la dirigencia palestina trataba de construir una vía diplomática, Israel siguió expandiendo los asentamientos y minando la confianza. En ese contexto, Hamás —radical y teocrático— encontró terreno fértil. Durante los años 80, incluso, el propio Estado israelí toleró e indirectamente fortaleció a los grupos que luego formarían Hamás, como una manera de contrarrestar a la OLP de Arafat. Fue un error histórico: al deslegitimar la vía pacífica, se reforzó la vía del fanatismo.
Hamás debe ser derrotado, sí; pero eso no sucederá mientras exista un pueblo palestino sin Estado, horizonte ni dignidad y se asesina a miles de inocentes. El gran reto de los acuerdos de paz es construir un Estado palestino estable, soberano y libre que desplace la violencia como lenguaje político.
No somos ingenuos. Sabemos que en algunas marchas propalestinas se han escuchado consignas antisemitas y las rechazamos con contundencia, pero esas expresiones no representan a la mayoría. Lo esencial de estas marchas no es el extremismo de unos pocos, sino el clamor de miles que pidieron que pare la muerte. Las marchas globales y en Colombia sirvieron para presionar a los gobiernos y que la humanidad se hiciera sentir. Haríamos bien en recordar que todos estamos buscando el respeto de un principio básico: que ningún pueblo, bajo ninguna bandera, sea condenado al exterminio.
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