En el “plazoletazo” del pasado sábado en Medellín, el presidente Gustavo Petro compartió tarima con nueve jefes de estructuras criminales y le pidió a la fiscal general, Luz Adriana Camargo, que lo acompañara a la cárcel de Itagüí a explorar cuáles serían los beneficios jurídicos de cara al diálogo. Con toda razón, ambas decisiones han generado polémica sobre los límites y las formas de un proceso de paz urbana todavía en bosquejo. Aunque no era la primera vez que estos actores aparecían en escenarios públicos, su presencia junto al presidente de la República, en contexto preelectoral y sin un marco jurídico de sometimiento establecido, causó incomodidad y preocupación legítimas.
Vale comenzar por decir que, entre la teatralidad política y el escándalo provocado, se corre el riesgo de pasar por alto lo más importante: Medellín necesita con urgencia un proceso serio y sostenido de paz urbana. La ciudad sigue atrapada en la herencia perversa de la gobernanza criminal, que desde los tiempos de Pablo Escobar ha saboteado la posibilidad de consolidar el Estado en los barrios más vulnerables. Hoy, muchas bandas siguen controlando territorios, reclutando jóvenes e imponiendo normas a punta de violencia y extorsión. Desmontar ese poder es una tarea ineludible.
En ese sentido, cualquier esfuerzo orientado a transformar dicha realidad merece atención, incluso cuando se dialoga con quienes han sido agentes del terror. No obstante, hacerlo sin un marco jurídico de sometimiento claro, sin compromisos claros de verdad, justicia y reparación, y con intención de aprovecharlo en disputas políticas, mina la credibilidad del esfuerzo y termina revictimizando a quienes han sufrido con su violencia.
Aceptemos entonces que el presidente Petro tiene razón al intentar abrir un camino de paz urbana, pero tiene también una responsabilidad simbólica e institucional que tiró por la borda en el evento del sábado. Presentar como “voceros de paz” a responsables de crímenes graves, sin que haya avances sustanciales en el sometimiento de las estructuras armadas ni garantías para las víctimas, fue un error político que generó un rechazo justificado. No se puede confundir diálogo con legitimación, repetir errores del pasado ni poner en juego el Estado de derecho. ¿En qué se diferencia este acto de cuando los paramilitares Salvatore Mancuso, Ramón Isaza y Ernesto Báez se presentaron en el Congreso de la República, también en medio de un proceso de paz? La lógica es la misma.
No todo debería quedar sepultado por el despropósito de este evento, sin embargo. Sacar a Medellín de la lógica violenta merece una apuesta. Para que tenga futuro, empero, se necesita lo que hoy más falta: coordinación.
Coincidimos con la defensora del pueblo, Iris Marín, en que lo que se vio en Medellín el sábado no es simplemente desarticulación: es una rivalidad abierta entre el Gobierno nacional y los mandatarios locales. El presidente Petro utilizó el evento como una clara provocación contra el alcalde Federico Gutiérrez y el gobernador Andrés Julián Rendón, quienes tampoco han sido conciliadores en sus discursos.
Sin la articulación entre nación, Alcaldía y Gobernación no habrá desmonte de estructuras criminales, protección a los menores, justicia ni reparación. Lo que el país necesita no son tarimas para medir aplausos, sino instituciones que cooperen y funcionen.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com
Nota del director. Necesitamos lectores como usted para seguir haciendo un periodismo independiente y de calidad. Considere adquirir una suscripción digital y apostémosle al poder de la palabra.