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Seamos, al menos, un frente unido ante la violencia

El Espectador

17 de agosto de 2025 - 12:00 a. m.
El cruce de señalamientos tras la muerte de Miguel Uribe es síntoma de una política enfermiza y un triunfo de quienes buscan desestabilizar. Es urgente una pausa.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

Cuando ocurrió el atentado contra Miguel Uribe Turbay y el país todavía conservaba la esperanza de su recuperación, varios líderes políticos pidieron bajar el tono a la agresividad que ha caracterizado el debate público colombiano. Lo celebramos aquí, porque nos parecía un paso necesario para evitar caer en una espiral de polarización y radicalismo. Sin embargo, los buenos deseos pronto se estrellaron contra la realidad: parece que ni el Gobierno ni la oposición saben o quieren hacer política sin estigmatizar al otro, sin presentarlo como un enemigo mortal para la supervivencia de la Nación. El cruce de señalamientos que ocurrió esta semana después de la muerte de Uribe Turbay es síntoma de una política enfermiza, así como del triunfo de los terroristas que buscan desestabilizar la democracia. Es urgente que hagamos una pausa en el camino. Todavía es tiempo.

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Tener esta conversación es difícil porque todos los involucrados creen ostentar una posición moral superior. Así funciona el populismo hostil. No importa en qué parte del espectro político se ubique la persona, el guión es el mismo: hay una terrible amenaza aupada por algún contrincante al que se debe detener. Confunden las justas críticas con la destrucción de los opuestos. Se lanzan acusaciones temerarias sin pruebas, que se responden a la vez con amenazas poco disimuladas. En pocos días escuchamos a personas hablar de erradicación, de golpes de Estado, de órdenes detrás del asesinato a Uribe Turbay, de conspiraciones para derribar la institucionalidad. Se nos consume el país en disputas donde el objetivo no es escuchar al contrario sino silenciarlo. Y, mientras tanto, los grupos criminales siguen saliéndose con la suya.

Tal vez el punto más importante es que recordemos cómo Colombia es un barco en el que sí o sí tenemos que aprender a convivir. Sí existe una amenaza existencial a nuestro proyecto de nación, pero es la que representan los narcotraficantes y los distintos grupos criminales que siguen viendo en la violencia un mecanismo válido para cumplir sus caprichos. Ese es el enemigo que nos debería unir. Y no hablamos de un proceso de unión artificial o ingenuo, ni de aplastar las diferencias ideológicas que hay sobre cómo debe timonearse la política nacional y local. Se trata, sencillamente, de recordar la Constitución de 1991. Nuestra Carta es una apuesta en la que todos los actores de la legalidad se reunieron a acordar que nuestro país no se arrodilla a los violentos, que las normas las cumplimos todos, que la paz surge de proteger la diferencia, no de aniquilarla.

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El principal pecado de la arrogancia de nuestros líderes políticos es sentirse representantes de una mayoría abrumadora. Ya sea el “pueblo”, que invoca el presidente Gustavo Petro, o esa supuesta mayoría silenciosa que la oposición dice representar, la realidad es que los colombianos somos diversos, un espectro multicolor que además tiene opiniones complejas sobre una realidad que, sí, también es compleja. Pedir mesura y humildad no es tibieza, es reconocer que la experiencia de construir un país necesita navegar sobre la incertidumbre que producen las diferencias. La democracia no es la dictadura de una mayoría que silencia a otra, sino la deliberación entre todos. Y, ante todo, la democracia requiere que seamos un frente unido ante la violencia.

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Por favor, necesitamos paz electoral. Necesitamos dejar las acusaciones facilistas, los adjetivos populares para los algoritmos pero dañinos para la conciencia nacional. Por supuesto que se puede criticar al contrario; es evidente también que sobre la mesa hay propuestas muy diversas sobre cómo dirigir a Colombia. Pero partamos de un innegociable: el respeto del opuesto y el rechazo a la violencia.

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