La tragedia de Armero sigue siendo una muestra de todo lo que no se debe hacer para atender los desastres naturales. No solo por las fallas antes, durante e inmediatamente después de la tragedia que conmocionó a un país que estaba en shock por el holocausto del Palacio de Justicia, sino porque cuatro décadas después las promesas de reparación, reconstrucción y acompañamiento quedaron en puro simbolismo. No parece casualidad que el escándalo de corrupción más grande de los últimos años se haya presentado en la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (Ungrd): Colombia siempre ha visto con desdén la importancia de la preparación y del apoyo a largo plazo para las víctimas. Un día como hoy, de conmemoración, también debe ser de denuncia y reflexión profunda. Sabemos que vienen más desastres, tanto más con la crisis climática sin buenas perspectivas de cambio, y no estamos preparados.
Un informe de la Defensoría del Pueblo es contundente y brutal. “El balance de cuatro décadas muestra que el Estado ha avanzado con mayor solidez en medidas simbólicas y culturales que en medidas estructurales de restitución. La seguridad jurídica de los predios y la reparación socioeconómica de los sobrevivientes sigue inconclusa, lo que revela una asimetría entre los logros en el plano conmemorativo y las deudas en materia de derechos económicos, sociales y territoriales”. Es decir, mucho homenaje, poca reparación y acompañamiento en la práctica. Por todo esto, concluye la entidad, “la ausencia de un proceso integral de reparación ha profundizado la percepción de abandono estatal”. Tiene toda la razón.
Los testimonios de los sobrevivientes muestran esa frustración constante que experimentan los colombianos después de un desastre. En el momento en que pasa, la indignación nacional va acompañada de promesas rimbombantes del gobierno de turno. Cuando pasa el calor mediático, también vienen los incumplimientos. El año pasado, en el marco de esta misma conmemoración que hoy hacemos, El Espectador publicó una investigación sobre cómo las víctimas de Armero no recibieron acompañamiento psicológico apropiado. A esa queja se suman innumerables frustraciones, como la poca transparencia con las ayudas, la falta de programas a largo plazo de rehabilitación y la sensación de que Armero es más un estribillo simbólico,
lo que nos aterriza en el presente. ¿Aprendimos de Armero? No podemos decir que nada ha cambiado, pero las señales de alarma siguen encendidas. Seguimos siendo un país de tragedias anunciadas que no se evitan, de desastres que causan muertes y desplazamientos ante un Estado con escasos recursos y poca planeación de largo plazo. Que la Ungrd haya sido durante varios gobiernos un foco de corrupción muestra cómo los sectores políticos conciben el dinero pensado para los desastres. Mientras la emergencia climática sigue empeorando sus efectos, la atención nacional se diluye y tenemos casos agridulces como la reconstrucción de Providencia. Hoy contamos con mejores canales de información, con más experticia y con una conciencia mucho mayor sobre lo que significa atender este tipo de situaciones, pero a menudo se siente que al país se le sale de las manos apoyar a las personas más vulnerables. Que no se repita Armero depende de mucho más que de simples gestos simbólicos: es un compromiso que debe ir acompañado de políticas eficientes, de voluntad por parte de los servidores públicos en todos los niveles y, sí, de un cambio cultural en cuanto a la importancia de la prevención. Seguimos en deuda.
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