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Hay tres maneras equivocadas de responder a las sentencias de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). La primera es considerar que se trata de la materialización de la impunidad, postura defendida por quienes se opusieron al Acuerdo de Paz desde el principio, y no han querido reconocer la importancia de la labor que ha hecho la justicia transicional. La segunda es creer que se trata de un “sapo” más que hay que tragarse, lo cual, a pesar de defender el Acuerdo, cae en la misma trampa de no observar que la JEP supo aprovechar muy bien su mandato y convertirse en un referente internacional. La tercera es defender ciegamente lo hecho por el tribunal, pues eso cae en la trampa de ignorar la frustración de buena fe de víctimas y de colombianos que quieren algo más de sus procesos de negociación con actores armados. Este momento exige madurez y, sí, también insistir en la importancia de la reparación a quienes más sufrieron el conflicto.
Es cierto que los altos mandos del Secretariado de las FARC no van a pagar cárcel. Esa es la frase que hemos leído una y otra vez en quienes han aprovechado las noticias de esta semana para lanzar dardos contra la justicia transicional. Sin embargo, ese es el equivalente retórico a quedarse con el titular de una noticia e ignorar los detalles que trae su contenido. No es noticia que no habrá cárcel para quienes reconozcan responsabilidad: eso fue lo que se negoció durante años en La Habana y lo que el Estado colombiano firmó. Lo sabíamos desde 2016, y lo entendíamos porque reconocíamos la importancia de apostarle a la paz. La propuesta siempre fue buscar penas alternativas y mecanismos de reparación creativos que incentivaran no solo dejar las armas, sino aportar verdad y construir proyectos de reparación. Se trata de una promesa que retoma los aprendizajes de nuestros propios procesos de paz fallidos, que son una multitud, y también de los distintos procesos similares que ocurrieron en el mundo. Ponerle fin a una guerra donde no hay derrota militar requiere concesiones, sí, pero eso no significa que entonces no haya responsabilidad.
Por eso nos parece injusta la postura de quienes defienden la sentencia como si se tratase de “un sapo que hay que tragar”. En estos ocho años de investigación la JEP realizó audiencias en todo el país, recolectó información de múltiples fuentes, revivió procesos que estaban sepultados y estancados en la justicia ordinaria, llevó a cabo espacios de reconocimiento de responsabilidad que terminaron en lágrimas y momentos con enorme carga afectiva, encontró fosas comunes e impulsó la búsqueda de desaparecidos. La justicia transicional no se doblegó ante sus críticos, ni siquiera cuando los ataques vinieron de los propios gobiernos de Iván Duque y de Gustavo Petro, o de los mismos firmantes del Acuerdo. Para toda la estigmatización en su contra, los magistrados demostraron que se puede actuar con transparencia y apego a las normas. Hoy, por fin, estamos viendo sentencias en casos que, en otro contexto, nunca hubieran llegado a un tribunal y mucho menos a un espacio de reconocimiento de responsabilidad y reparación. Tildar eso de un “sapo” para tragarse es una injusticia monumental.
Lo anterior no quiere decir, sin embargo, que la JEP no tenga deudas. Las tiene, primero, por la demora en sus procesos, y, segundo, porque necesita lograr que sus sanciones en efecto sí lleven a la reparación. En esto hay responsabilidad compartida con el gobierno Petro, que debe asignar los recursos, con el gobierno que llegue, y con todos los sancionados, que aún necesitan mostrar que pueden en efecto cumplirles a las víctimas. Ese es el reto que queda en el aire. Para que la promesa del Acuerdo se haga realidad, para que el modelo colombiano de justicia transicional se termine de consolidar, lo que viene ahora debe garantizar que se sienta como reparación suficiente. ¿La ejecución de las sanciones estará a la altura?
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