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Todo el debate en torno a las declaraciones violentas de Laura Gallego Solís, hoy ex señorita Antioquia, pone el dedo sobre la llaga de un problema mucho más grande en las conversaciones públicas colombianas: la prevalencia de la violencia. Políticos de distinta estirpe ideológica han normalizado el uso de herramientas retóricas agresivas, donde los insultos son la nueva norma, el uso de adjetivos y asociaciones peligrosas luego se desestiman sin entender impacto, y no parece que hayamos aprendido de la importancia de respetar la humanidad de los contrincantes, así haya profundas diferencias de opinión.
En uno de los videos de Gallego Solís, ella pregunta: “Estás en un desierto, te dan una pistola y salen a correr Petro y Quintero, ¿a quién le das la bala?”; luego, sonriendo, dice: “Un cachazo pa’ Petro pues al menos”. Cuando estalló el escándalo, Gallego Solís se defendió diciendo que estaba siendo perseguida por su postura política, que solo estaba ejerciendo su libertad de expresión y que la agregaron a una larga lista de mujeres históricamente silenciadas por ser vehementes. ¿Qué postura política hay, acaso, en pedir bala para un oponente político? Más importante aun para la Colombia que estamos construyendo, ¿por qué nos parece motivo de gracia utilizar un lenguaje tan violento contra personajes políticos?
La indignación contra los comentarios de Gallego Solís en redes sociales fueron contundentes, pero lo más preocupante es que ella es el síntoma de un problema mucho mayor. Mientras ocurría la discusión, La Silla Vacía publicó un video donde María Fernanda Cabal, precandidata presidencial del Centro Democrático, insulta a un periodista diciéndole que tiene “cerebro de cemento” y luego tilda el genocidio contra la Unión Patriótica como una falsedad histórica, pues “ellos se asesinan entre ellos”. En entrevista con La FM, Abelardo de la Espriella, otro precandidato, les dijo a las personas de la izquierda que “en mí tendrán a un enemigo acérrimo que hará todo lo posible para destriparlos (...). A esa plaga hay que erradicarla”. En el otro lado del espectro político también hay ejemplos. El presidente de la República, Gustavo Petro, ha usado palabras como “esclavistas” y “nazis” para referirse a opositores, y ya tiene una larga lista de sentencias judiciales en su contra que le ordenan rectificar por estigmatizar y desinformar sobre personas con las que no está de acuerdo. Al ser uno de los más votados en la pasada consulta del Pacto Histórico, Walter Rodríguez, conocido como Wally, le dijo “bobo hijueputa” a un seguidor, le dijo “bobito” y “cagón” a un concejal, e incluso se refirió a uno de sus copartidarios, el congresista Agmeth Escaf, a quien llamó un “sujeto despreciable”.
El punto es el siguiente: los ejemplos del párrafo anterior no son aislados. Podríamos seguir excavando en las cuentas de X y en las declaraciones públicas de múltiples políticos y encontrar un discurso violento, que es replicado por sus seguidores e incluso llevado al extremo por cuentas sin rostros identificables. Cuando asesinaron al senador Miguel Uribe Turbay, hubo un segundo de reflexión nacional sobre cómo nuestra política está secuestrada por las tensiones y los señalamientos agresivos. No exageramos cuando decimos que fue un “segundo”, pues al poco tiempo ya regresamos a la normalidad. No se trata de negar las diferencias ni de estigmatizar la sana polarización que surge cuando hay visiones completamente opuestas de qué hacer con el país, pero sí de pedir un básico de humanidad en cómo nos expresamos. El odio consume, deshumaniza, crea un ambiente de violencia retórica que también cruza a la física. Una sociedad en paz no se puede construir cuando soñamos con balas, con destripar y con la destrucción moral del contrincante. Las voces del pasado en Colombia nos hablan con elocuencia: tenemos que desarmar los discursos.
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