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La decisión del gobierno de los Estados Unidos de descertificar a Colombia tiene una clara connotación política frente al gobierno del presidente Gustavo Petro. Por ahora, no habrá sanciones de tipo económico ni recortes en el apoyo a las fuerzas armadas o a la lucha contra el narcotráfico en general. La medida podría ser revertida dependiendo de la forma en que el gobierno actúe frente a la lucha contra las drogas a futuro, en sus diversas variantes. A pesar de lo indeseables que resultan este tipo de evaluaciones unilaterales, la respuesta debería ser manejada con prudencia y diplomacia para no volver a la “narcotización” de las relaciones con la potencia del norte. Por las reacciones iniciales, no parece que ese sea el camino escogido.
Desde hace varios meses se venía especulando sobre la alta probabilidad de que Washington no certificara a Colombia en la lucha contra las drogas. Una descertificación plena, el peor escenario, habría traído consecuencias económicas y políticas graves para el país. La modalidad aprobada impone condiciones y envía un fuerte mensaje político al presidente Petro, pero evita sanciones en materia de comercio, ayuda al país con préstamos por parte de organismos multilaterales. En este caso, a pesar de que existen argumentos técnicos evidentes, la ideologización que la administración Trump está empleando para sus decisiones le pasó cuenta de cobro al ocupante de la Casa de Nariño. Hay un plazo de diez meses para mejorar el desempeño y levantar la medida o, en caso contrario, aplicarla de manera plena.
Hay tres aspectos que pesaron para la decisión. Los máximos históricos en cuanto al cultivo de coca y producción de cocaína, el incumplimiento de nuestras propias metas en materia de erradicación y, de otro lado, el esfuerzo fallido de la “Paz Total”, “acuerdos con grupos narcoterroristas (que) solo han agravado la crisis”. La intensa actividad diplomática que llevaron a cabo el embajador en Washington, Daniel García Peña, y su equipo, reforzada con la visita de altos funcionarios del gobierno, ayudó a evitar la catástrofe que hubiera representado una descertificación plena.
El antipático mecanismo tiene como finalidad evaluar anualmente a los países que reciben apoyo de Washington en su compromiso con la lucha contra las drogas. Es dinero de sus contribuyentes y deben determinar si está bien empleado o no. Al señalar que “el incumplimiento de Colombia en sus obligaciones de control de drogas durante el último año recae únicamente en su liderazgo político” envía un claro mensaje a la Casa de Nariño.
Como era esperable, mas no aconsejable, el presidente Petro aprovechó la señal inamistosa de nuestro principal socio en la lucha contra el narcotráfico para exacerbar los ánimos en plan electoral, al pedir que se acabe la ayuda militar y al expresarle al secretario de Estado, Marco Rubio, que “el poder político en EE. UU. (quedó) en manos de amigos de los políticos aliados con el paramilitarismo. Yo no voy a arrodillar a la nación y permitir que se golpee campesinos. No somos cipayos, ni súbditos”. No se trata de arrodillarse ante nadie, menos aún cuando la guerra contra las drogas planteada por Estados Unidos ha sido por años un fracaso monumental y cuando existen mecanismos multilaterales de evaluación en el tema como la OEA y la ONU. Pero agitar el nacionalismo para usar políticamente esta crisis con Washington, mientras se mira hacia otro lado eludiendo el innegable y enorme problema que enfrentamos con el desborde de la economía ilícita proveniente, entre otras, del narcotráfico, es una gran irresponsabilidad.
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