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Es difícil aterrizar en palabras lo que siente una sociedad entera cuando un grupo guerrillero es capaz de tomarse un recinto que debería ser sagrado y luego busca justificarlo con argumentos delirantes, cuando ve su Palacio de Justicia en llamas, cuando escucha a su Ejército disparar contra un espacio lleno de rehenes... Todo lo que ocurrió el 6 y el 7 de noviembre de 1985, hace ya cuatro décadas, se sintió como una traición a la promesa de que podemos ser una nación de leyes, instituciones y paz. En medio de la que sería una de las décadas más violentas de nuestra historia, las imágenes de la destrucción y las noticias del holocausto son el símbolo de un país al borde del abismo.
Las violentas toma y retoma del Palacio de Justicia se resisten a los relatos simplistas; narrarlo en una simple publicación de X es imposible. A lo largo de estos cuarenta años, lo que hemos visto es un país intentando explicarse el horror con todas las herramientas que ha tenido. Desde la incansable lucha de las víctimas, algunas de las cuales vieron a sus familiares salir con vida y luego aparecer muertos, hasta los tribunales internacionales que vieron pasmados la impunidad que se sembró en Colombia en medio de un aparente pacto de silencio de los involucrados. En las tablas, con obras de teatro tan valiosas como “La Siempreviva”, y hasta en los cines recientemente, con el debate en torno a la historia ficcionalizada que cuenta la película “Noviembre”, ha quedado en evidencia una nación entera con heridas abiertas y con preguntas por responder. La misma Comisión de la Verdad, con su esfuerzo titánico, tuvo que chocarse con lo difícil que ha sido comprender lo ocurrido y dilucidar lo que acontenció en medio del fuego, los disparos y la gran confusión nacional.
Esto no quiere decir, sin embargo, que no sepamos nada. Al contrario, hay certezas: la toma del Palacio de Justicia no fue un acto genial. El M-19 entró disparando y asesinando a personas con la intención de forzar a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia para que adelantaran un proceso contra el presidente de la República. Escuchar los relatos de los exguerrilleros que fantasean con lo ocurrido y lo proponen como un acto de picardía muestra su desconexión con el país, las víctimas y la realidad: violaron el espacio sagrado de una justicia que de por sí estaba bajo ataque de los narcotraficantes, varias guerrillas y fuerzas del Estado que no querían ver sus abusos de poder juzgados. Los expedientes que se quemaron, los once magistrados que fueron asesinados, la institucionalidad rota y el extraño silencio de Belisario Betancur, presidente de la época, muestran los daños perversos que ocasionó la incursión del M-19.
El Estado, empero, no puede, como pretendió en su momento, sacar pecho. La infame frase de “defender la democracia, maestro” lo que puso en evidencia fue a un ejército colombiano creyendo que se mandaba solo, incapaz de pensar en dialogar y conseguir la liberación con vida de los rehenes, sediento de cobrar venganza no solo contra los guerrilleros sino contra operadores civiles a quienes veían como obstáculos. “Defender la democracia” fue el eufemismo para entrar a arrasar en el Palacio, para las desapariciones y torturas que vinieron, para el desmantelamiento durante horas del orden democrático. También para la impunidad: cuatro décadas después, las condenas son pocas y los testimonios siguen negando lo ocurrido.
Nos queda, eso sí, el aprendizaje: Colombia no acabó ese 6 y 7 de noviembre. Al contrario, luego vendrían la Constitución, los esfuerzos de paz, la reconstrucción de la justicia, las investigaciones que siguen dando respuestas y la apuesta de una sociedad civil cansada de violencia. Nos dejó la convicción de que nunca queremos volver a ver el Palacio de Justicia en llamas y de que este proyecto de nación necesita construirse en paz.
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