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El Día sin carro celebrado ayer en Bogotá debería unirse con otra celebración que tuvimos hace poco. En diciembre del año pasado, la red de ciclovías de la capital del país cumplió medio siglo, 50 años desde que puso a reconsiderar la manera en que nos transportamos en el territorio más poblado de Colombia. Ambos eventos son un recordatorio de que los capitalinos siempre han tenido una mirada puesta en la modernidad, en encontrar mecanismos alternativos que destraben los problemas de las metrópolis. Ahora que la ciudad entera está en obra, qué conveniente sería recordar que, si todos cambiamos la manera en que transitamos las calles, es mucho lo que ganamos como sociedad.
Más allá de las discusiones políticas que se despiertan en la ciudad cada vez que hay un Día sin carro, concentrarse únicamente en que se trata de una medida provisional y con pocos efectos en el largo plazo es perder el punto. El objetivo siempre ha sido mostrarles a los bogotanos (y al país entero) cómo se puede ver la movilidad de la ciudad más trancada si todos nos transportáramos en el sistema público o en medios de transporte menos contaminantes. También es una ocasión para fomentar la identidad capitalina: descubrir que las inversiones de tantos años y distintas administraciones nos tienen hoy con buses modernizados, kilómetros de ciclorrutas y la promesa de que todo mejorará. Asimismo, claro, es una ocasión de encontrarse con los problemas, como las necesidades de más inversiones, las obras que no terminan y la inseguridad. Pero, en todo caso, es un momento de reflexión.
Eso último es lo clave: ¿qué pensarán los bogotanos en un día como hoy? Sí, los buses van más llenos, pero andan muchísimo más rápido. Sí, las calles son hostiles para las bicicletas, pero se hace ejercicio y se llega a tiempo mientras se reconocen las rutas de una capital que lleva décadas apostándole a la modernización. El carro ha sido y sigue siendo el rey de la movilidad en el siglo XXI, pero Bogotá se transforma cuando se le da la oportunidad de pensarse distinto.
Los efectos están a la vista. En un día normal se movilizan casi 880.000 ciclistas en la capital. En el Día sin carro son 1,1 millones de ciclistas los que se toman las calles. Si lográramos subir el promedio diario cerca a ese millón, la ciudad reduciría la emisión de 29 millones de toneladas de CO2 al año. Sin contar los efectos positivos en salud mental y física de tener más personas conectadas con la actividad física.
Claro, las condiciones no están dadas para pedirles a todos los bogotanos que abandonen sus vehículos. La falta de vías, los problemas del sistema público, la inseguridad y la inflexibilidad en cuanto a teletrabajo nos alejan del sueño de una capital con menos ruido, menos contaminación y, ante todo, menos trancones. Sin embargo, cada vez es más evidente que necesitamos cambios de paradigmas que sean revolucionarios. Transitar hacia una concepción comunitaria de la ciudad y sus espacios, de una movilidad en la que todos colaboremos para dejar de taponar las vías. Eso pasa por proyectos continuados y ambiciosos en las distintas alcaldías, sí, pero también depende de un esfuerzo de cultura ciudadana. La revolución del transporte público arranca en los ámbitos privados. Mientras Bogotá sigue creciendo y llenándose de gente, qué útil es recordar que tenemos una gran ciclovía y que, cuando los carros escasean, el transporte público está ahí para acortar los caminos.
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