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Los monstruos son útiles. En el debate público se erigen como la solución para los problemas complejos. Cuando ocurre algo horrible, salimos a proclamar que los perpetradores son seres rotos, dañados, con características que los separan de los humanos. Nos lamentamos de lo que sucedió y decimos que no mucho más pudo hacerse. Después de todo, los monstruos actúan en lo extraordinario, lo impredecible, lo que no puede controlarse ni prevenirse de alguna manera. Ante ellos, ante su atrocidad, solo nos queda la venganza, la mano dura y la cadena perpetua.
El problema es que los monstruos no existen. Son espejismos. Una ficción creada por la manera en que nos contamos historias para hacer comprensible la realidad. Y no lo discutimos mucho debido a que lo atroz es tan inconcebible, tan imposible de ocurrir, que tiene sentido creer que se debió a una aberración en la naturaleza humana. Es lo que nos ocurre cada vez que una niña es violada, torturada y asesinada. Es lo que pasa cuando un caso sale a la luz y genera la indignación de Colombia. Pero nuestro país y, en particular, nuestros líderes políticos tienen que madurar en la forma en que se acercan a los problemas, o seguiremos creyendo que estamos a merced de unos “monstruos” que, en realidad, se parecen mucho a los problemas estructurales de machismo, falta de acceso a la justicia y violencia que han marcado y siguen marcando la historia de Colombia.
Una niña fue secuestrada y asesinada por su padre. Ya había sido violento con la madre. Apareció drogado y diciendo que no recordaba nada de lo ocurrido. Se leyó a políticos decir: “¿Sí ven? ¡Es culpa de las drogas!”. Otros simplemente exclamaron: “Es un monstruo, no había nada que hacer”.
Otra niña fue violada y obligada a parir. El grito fue similar: “¡qué monstruoso!”, “¡qué indignación!”.
No es suficiente el repudio público. No basta con creer que estamos ante casos aislados. Según Medicina Legal, cada tres días asesinan a una niña en Colombia. Nos repetimos: cada tres días. Y cada día, 55 niñas son violadas. Ya tenemos cadena perpetua, la solución mágica que tantos políticos celebraron, a pesar de que distorsiona por completo la política criminal de Colombia. ¿Y qué ocurrió? ¿Cuántos casos evitó? Ahora que siguen violando, torturando y asesinando niñas, ¿qué hará el Congreso? “Monstruos”, parecen decir los parlamentarios en su silencio. ¿Cómo se lucha contra los espejismos? Somos un país sin respuestas.
Los movimientos de mujeres llevan décadas haciendo las mismas denuncias. La violencia intrafamiliar está normalizada. La complicidad de la sociedad lleva a que nadie denuncie. Quienes denuncian se chocan con un sistema inoperante, ineficiente y hostil. La impunidad es la ley. Los operadores judiciales están abrumados de trabajo. Además, en la sociedad se privilegia “lavar la ropa sucia en casa”. Mientras tanto, el horror sigue ocurriendo. Y quienes lo cometen no son personas ajenas, extrañas, “monstruos” difusos. No. Son padres, tíos, primos, abuelos, vecinos. Personas conocidas que están amparadas en la desigualdad estructural que se convierte en cómplice de la multiplicidad de abusos.
Colombia podría seguir cazando monstruos. De hecho, no nos cabe duda de que así será. Pero mientras persigue lo que no existe, las niñas, niños y adolescentes seguirán siendo violentadas. No habrá cadena perpetua que valga.
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