El horror, de nuevo

La indignación que siente el país por los nuevos casos descubiertos de abuso sexual y feminicidio no son más que la aparición en el debate público de una situación que viene ocurriendo hora tras hora en Colombia, sólo que invisibilizada por estructuras culturales que fomentan el silencio cómplice de las víctimas, los victimarios y los terceros involucrados. Aunque entendemos y compartimos los sentimientos que producen estos casos desgarradores, el país tiene que reconocer que no hay salida fácil para el problema.

El Espectador
25 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

En pocos días son cuatro los nuevos casos que se conocieron. En Meta, una niña de cuatro meses de edad fue abusada sexualmente. Es necesario repetirlo: cuatro meses de edad. El presunto victimario fue Camilo Andrés Martínez Cárdenas, un soldado de 19 años que se encontraba de permiso en la zona y que sería familiar de la mamá de la menor.

En Tolima, Sara Yolima Salazar, una niña de tres años, fue asesinada. Además de sufrir un trauma craneoencefálico severo, también tenía múltiples heridas y síntomas de repetidas violaciones. Aún no se sabe quién fue el victimario, pero, como es común, se sospecha de las personas que conformaban su núcleo familiar (en este caso, los cuidadores de la menor).

Ayer, en Cauca, se encontraron dos niños presuntamente asesinados por su padre. Aunque este es un fenómeno que afecta mayoritariamente a las mujeres, vemos que tampoco los hombres escapan de la violencia intrafamiliar.

Todo lo anterior no es nuevo. De hecho, ya es tristemente común. Según cifras compartidas recientemente por el ICBF, en lo que va del año se han presentado más de 2.500 denuncias por abuso sexual de menores. El dato empeora cuando se agrega el hecho de que en esta clase de delitos el silencio suele ser la ley. ¿Cuántas niñas y niños de Colombia no son violados a diario ante el silencio de sus familiares?

Tampoco es inusual la respuesta. Ante cada tragedia arrecian las voces que piden cadena perpetua e, incluso, pena de muerte. El problema con esta actitud es que distrae y reduce el debate a una medida que no va a evitar que sigan ocurriendo estos hechos.

Ya hemos dedicado este espacio en repetidas ocasiones a reiterar los argumentos que demuestran la ineficiencia de la cadena perpetua, por lo que deseamos proponer que el debate se redirija a un punto ignorado y mucho más complejo: ¿cuáles son las causas detrás de estos hechos y el silencio que los rodea? ¿Por qué priman la falta de denuncia y, cuando la hay, la impunidad? ¿Qué puede hacerse para intervenir en ellas?

Cristina Plazas, directora del ICBF, dice que el problema está en las familias. No nos parece tan sencillo, entre otras porque es precisamente dentro de ellas donde surgen dinámicas perversas que favorecen la no denuncia para no “quebrar” la integridad familiar.

El feminismo sostiene que el asunto está marcado por innumerables factores culturales, por una sociedad que otorga roles de poder y hasta llega a justificar la violencia. Durante demasiado tiempo hemos celebrado y protegido esos estereotipos, tan arraigados y dañinos. El problema, claro está, es que no hay solución fácil ni inmediata. Ante eso, la frustración nos lleva a propuestas como la cadena perpetua para sentirnos, como sociedad, en control. Pero es irresponsable, ante estas atrocidades, creer que existe una solución mágica. Empecemos a discutir los temas que están en el fondo del asunto.

 

¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.

Por El Espectador

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