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El maltrato no es educación

24 de junio de 2020 - 05:30 a. m.
Una cultura construida en torno a la idea de que la disciplina requiere el uso de la fuerza genera personas más violentas, pero no necesariamente más educadas. / Foto de referencia
Una cultura construida en torno a la idea de que la disciplina requiere el uso de la fuerza genera personas más violentas, pero no necesariamente más educadas. / Foto de referencia
Foto: Pixabay - Pixabay

La propuesta de prohibir el castigo físico como mecanismo de educación por parte de los padres a los hijos ha generado dos preguntas interesantes. La primera es si la violencia debería seguir siendo una opción en la relación desigual que se da durante la crianza. La segunda es si el Estado colombiano tiene derecho a intervenir en esos espacios de intimidad para decirles a los padres qué no pueden hacer.

Primero hay que reconocer que el problema existe. A lo largo de la historia, la violencia ha sido vista como una herramienta adecuada para “educar”. Ocurría en los colegios y sigue pasando en los hogares. Una investigación del año pasado de la Universidad de la Sabana encontró que el 52 % de los padres siguen golpeando a sus hijos con un objeto. Es necesario repetir para enfatizar: más de la mitad de los padres del país golpean a sus hijos con un objeto. ¿Cuál es el propósito?

Una cultura construida en torno a la idea de que la disciplina requiere el uso de la fuerza genera personas más violentas, pero no necesariamente más educadas. De hecho, los estudios científicos indican que quienes crecen con temor a los padres luego pueden convertirse, ellos mismos, en seres violentos. Lo que estamos enseñando es el odio y la fuerza como solución a los problemas. Por creer que ayudamos, estamos fomentando una Colombia irracional y llena de personas cargando traumas desde sus infancias.

Ya lo dijo Lina Arbélaez, directora del Instituto Colombiano del Bienestar Familiar (ICBF): “Los gritos y los golpes dejan cicatrices imborrables en nuestros niños, generan marcas a largo plazo, afectan su desarrollo y, por ende, el de la sociedad”. No hay motivos para que sigamos viendo con buenos ojos a un padre que vulnera a sus hijos.

Cuando pasamos a entender el tema como un problema de violencia, surgen dos consideraciones adicionales. Por un lado, que los niños no son propiedad de los padres. Si bien su autonomía está limitada, siguen siendo sujetos de derechos. Entre ellos hay uno básico: a no ser maltratados.

Por otro lado está la pregunta por la intervención del Estado. ¿Debería el Congreso prohibir los castigos físicos o, como han sugerido algunos parlamentarios, se trata de una intromisión indebida? No es una pregunta menor. En El Espectador siempre hemos considerado que cualquier tipo de intromisión estatal tiene que ponderarse a la luz de la importancia de los derechos individuales. El paternalismo estatal camina muy cerca del autoritarismo indebido. Sin embargo, sí hay motivos que justifican la entrada de la sociedad a los espacios íntimos. La violencia es uno de ellos.

La realidad es que la violencia intrafamiliar sigue siendo un delito descontrolado en Colombia, amparado en la complicidad que los hogares prestan para ese tipo de desequilibrios de poder. Si ya prohibimos los castigos físicos en los colegios, lo propio tiene que hacerse en la relación entre padres e hijos. El mensaje por parte del Estado tiene que ser claro: educar con violencia no es educar, es maltratar.

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