Las terapias de conversión son una forma de tortura. No es un debate sobre libertad de cultos ni de conciencia: ninguna persona, especialmente si es una niña, niño o adolescente, debe poder ser sometida a procesos deshumanizantes donde se usan tácticas de manipulación para convencerlos de que está mal ser como son. Las personas que han sobrevivido a esos espacios, promovidos por algunas iglesias cristianas y católicas, cuentan cómo las estrategias son indignas y les dejaron secuelas que durarán toda una vida. Por eso es de celebrar que el Congreso haya aprobado en primer debate el proyecto de ley que prohíbe esa práctica. También por esa misma razón es frustrante ver cómo ciertos congresistas siguen defendiendo los prejuicios a capa y espada.
Sergio Chacón, hombre gay que sobrevivió a las terapias de conversión, contó en el Congreso su testimonio. “A través de la violencia política me decía que, si no cambiaba, tenía que irme, me culparon por un cáncer terminal de mi papá y pensé múltiples veces en suicidarme por culpa de sus terapias”, dijo. Esas palabras deberían ser suficiente argumento para construir un consenso nacional sobre la idea de que ninguna persona debería vivir algo similar. Es un asunto de empatía básica, de humanidad, de respetar la diversidad.
Sin embargo, claro, asustan los discursos que rodean a los opositores de la medida. El representante a la Cámara Miguel Polo Polo afirmó que el proyecto de ley va contra la libertad de culto, de cátedra y el ejercicio profesional, y lo tildó de carácter “nazista y antidemocrático”. Lo mismo repitieron activistas cristianos, que pidieron la recusación de los congresistas a favor de la medida. Curioso que se tilde de nazista un proyecto que busca que nadie pueda experimentar sobre menores de edad, negarles su identidad y forzarlos a un determinado tipo de creencias.
Tenemos que hablar claro: las terapias de conversión existen porque tienen raíces en la discriminación. Parten de la idea de que una persona gay, lesbiana, bisexual o trans tiene algo que necesita ser corregido; que la orientación sexual y la identidad de género solo pueden ser de una manera hegemónica. Lo que no cuentan los defensores de la práctica es que, por supuesto, no funcionan, sino que hasta los casos de “éxito” son relatos de cómo el terrorismo psicológico logró que las personas negaran su ser para no ver cómo sus familias y sus iglesias los aíslan. El miedo no convierte, apaga a los seres humanos.
Todavía puede trastabillar el proyecto de ley. Quedan tres debates y el lobby extremista y ultraconservador es persuasivo. No obstante, cada congresista, sin importar su pertenencia ideológica, debería encontrar razones para apoyar la prohibición de las terapias de conversión. ¿Quieren salvar vidas? ¿Quieren ayudar a evitar una crisis de salud mental en las personas LGBT? ¿Quieren tomar una decisión que dice que Colombia no permite los atropellos contra la dignidad humana? Entonces votar a favor del proyecto no debería dudarse.
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