Después de darle innecesarias vueltas a lo que era un imperativo moral, el último secretariado de las extintas FARC reconoció la última semana ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) el reclutamiento forzado de 18.677 menores entre 1996 y 2016. Esto evidencia el enorme trabajo de investigación que ha hecho ese tribunal de paz que, aunque le ha faltado celeridad para llegar a las sanciones, ha conseguido conocer y reconocer lo que padecieron las víctimas en estos años de guerra.
No es menor el reconocimiento, especialmente porque durante las negociaciones de paz, y en los años posteriores, los altos mandos de las extintas FARC han hecho maromas retóricas para no reconocer del todo la gravedad de sus crímenes. Gracias a la JEP, por fin tenemos una declaración de seis de los últimos jefes de esa extinta guerrilla en que llaman al reclutamiento un crimen de guerra “injustificable” y agregan que “fue una herida colectiva que dejó cicatrices hondas en el tejido social. Aunque estas acciones se dieron en medio de una guerra prolongada, enraizada en el abandono histórico del Estado, la represión y la desigualdad estructural, no por ello dejan de ser fuente de un profundo sufrimiento”. El país entero debe escuchar esas palabras.
Dicho lo anterior, no se trata de un reconocimiento que solo invite a celebrar. La aceptación tuvo puntos oscuros y abrió una brecha entre la verdad admitida sobre el reclutamiento de menores y la negación de la violencia de género, sexual y reproductiva intrafilas. Los excombatientes y su defensa aceptan que sí se presentaron casos, por ejemplo, de violaciones y “ultrajes a la dignidad personal” dentro de la “práctica de facto de interrupción de embarazo”, pero hablan de “casos aislados” o de “falta de control efectivo”. Esto choca con la realidad que ha develado la JEP.
En sus investigaciones, el tribunal de paz detalla que al menos el 35 % de las mujeres reclutadas reportaron abuso sexual en las filas; además, el 24 % de todas las víctimas reclutadas relataron violencia de género intrafila, afectando mayoritariamente a mujeres y personas con identidades diversas.
Testimonios recogidos por la JEP refuerzan esta visión: decenas de víctimas describen violencia sexual de forma sistemática, abortos forzados, violaciones y castigos agravados por su género o identidad de género. Ignorar esa complejidad y cerrar los ojos ante ese panorama equivale a perpetuar la revictimización.
La negación, además, menoscaba la confianza en la verdad y la justicia: cuando las y los responsables aceptan algunas verdades, rechazan otras y minimizan los daños, incentivan que otras víctimas desistan de hablar.
Para que haya reparación necesitamos reconocimiento pleno: verdad, justicia reparadora y garantías de no repetición. Para las víctimas de violencia sexual intrafilas que apenas comienzan a ser escuchadas, la responsabilidad de los excomandantes incluye asumir los patrones documentados. El país necesita una verdad completa: no basta con decir “reclutamos a niños y niñas”, si al tiempo se niega que muchos fueron además violados. La justicia no se construye sobre silencios selectivos.
Empeñarse en negar la violencia sexual en las filas es perpetuar una injusticia adicional —una violencia simbólica que solo refuerza el dolor y el olvido.
La JEP, la sociedad y el Estado deben exigir coherencia: asumir el reclutamiento implica reconocer todo el entramado de agresiones que dependieron de esa política. Cualquier silencio o disculpa parcial ignora el grito de quienes, contra su voluntad, fueron parte de un conflicto que les robó la infancia, la inocencia y el derecho a vivir con dignidad. El exsecretariado sigue en deuda con el país y con las promesas que hizo al firmar la paz.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com
Nota del director. Necesitamos lectores como usted para seguir haciendo un periodismo independiente y de calidad. Considere adquirir una suscripción digital y apostémosle al poder de la palabra.