Las elecciones en Estados Unidos arrancaron oficialmente el lunes pasado en el estado de Iowa y el resultado es un testimonio de la polarización entre el electorado de los dos partidos principales. Después de una campaña larga que ha estado plagada de controversias y discursos agresivos, por fin parece que la piscina de candidatos del Partido Republicano se va a reducir considerablemente, y que el Partido Demócrata deberá empezar a tomarse en serio el llamado a una “revolución democrática” de un candidato por el que nadie daba un centavo cuando todo esto empezó.
La noticia principal de los resultados de Iowa en el mundo fue el aparente estrellón de Donald Trump. El empresario, infame por su desdén contra los inmigrantes, los demás países del globo, las minorías y el establecimiento conservador de EE. UU., parecía hasta hace poco una fuerza imparable y errática en las primarias de los republicanos. Sin embargo, su segundo lugar, que demuestra fracturas en su capacidad de convencer a votantes más allá del nicho que ha construido, no es el fin de su candidatura. Las encuestas de New Hampshire, que elegirá el próximo martes, lo ubican como indiscutible ganador. Le queda gasolina al tren xenófobo y misógino que promete “hacer que América sea grandiosa de nuevo”.
Más allá de Trump no hay motivos para celebrar. Ted Cruz, el ganador republicano con 27,6 % de los votos, bien podría ser un clon del magnate. Sus posiciones se ubican en el punto más radical de la derecha estadounidense y su candidatura se ha construido a partir de explotar los miedos que una fracción de la población siente por las minorías y los inmigrantes. Además, Cruz es conocido en el Congreso por su intransigencia arrogante que ha hundido proyectos beneficiosos por capricho personal y que lo ha aislado dentro del partido.
Que entre Cruz y Trump sumen el 51,9 % de los votos es una señal de alerta para cualquier político razonable, sin importar su partido: el odio tiene eco en un porcentaje preocupante de la población.
El tercer puesto de Marco Rubio, con 23,1 %, lo posicionan como la opción más razonable para los republicanos que no están radicalizados. Habrá que ver también si la campaña de Jeb Bush, la que más dinero ha invertido (y que terminó con 2,8 % de los votos en Iowa), despierta en New Hampshire con su propuesta menos extremista o termina de enterrarse.
Al otro lado del espectro, la aparente inevitabilidad de Hillary Clinton quedó en entredicho gracias a un empate técnico con el senador Bernie Sanders (separados por solo 0,3 puntos porcentuales). Más allá de si Clinton tiene posibilidades de perder —lo que parece poco probable una vez voten los estados más moderados—, la pasión que ha despertado Sanders demuestra que hay un descontento creciente, especialmente en los más jóvenes, con la desigualdad social que viene creciendo en Estados Unidos.
El socialismo a la estadounidense del senador, con su propuesta de establecer la educación superior gratuita, unificar los seguros de salud en un solo sistema administrado por el Estado, así como su independencia de los poderes de Wall Street, sientan bien entre quienes se sintieron decepcionados por el progresismo pragmático que Barack Obama adoptó al llegar a la Presidencia, misma estrategia que propone Clinton en caso de ser elegida.
Clinton, quien no puede negar sus fuertes vínculos con los poderes tradicionales de la política de Estados Unidos, deberá moverse un poco hacia la izquierda —como lo viene haciendo— si pretende que la división entre los demócratas no le sabotee el camino a la Casa Blanca.
No son superficiales los debates que se están dando dentro de los partidos: los republicanos deben decidir si quieren cerrar fronteras y aislarse, o apelar a una apertura moderada y empezar a reducir la intervención del Estado; los demócratas pueden elegir entre dos formas de progresismo: el pragmático que juega dentro del sistema o el idealista que está pidiendo una “revolución democrática”. Se vienen unos meses interesantes.
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