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Cualquier discusión sobre la declaratoria de conmoción interior tiene que sustentarse en la realidad de la última semana en Catatumbo, Norte de Santander. Vimos a guerrilleros del ELN ir casa por casa, con lista en mano, cazando a excombatientes para asesinarlos y aterrorizar al resto de la población. Vimos a cerca de 20.000 personas desplazadas en un corto período. Vimos a más de 46.000 niños en situación de desescolarización por culpa de la violencia desatada. Vimos a la población marchar y suplicar un cese a la agresión, mientras confiesa su temor a salir de casa. Vimos a la Oficina en Colombia del alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos confirmar en un comunicado “el homicidio de dos personas defensoras de derechos humanos, los líderes Carmelo Guerrero y Pedro María Ropero, así como múltiples amenazas en contra de liderazgos sociales de la región”. No es posible, ante la gravedad de esta tragedia, argumentar que esta es la violencia típica que azota a ese territorio.
Hay dos tipos de preocupaciones con la conmoción interior que decretó el gobierno de Gustavo Petro. Una es de carácter constitucional, y se pregunta si, en efecto, se cumplieron los requisitos estrictos que se le impusieron a una figura tan lesiva para el equilibrio de poderes y para los derechos fundamentales. Esta es una pregunta valiosa, pues Colombia tiene una larga historia de abusos en medio de estados de excepción, y es necesario mantener a los gobernantes bajo vigilancia cuando los invocan. La otra preocupación es de carácter político, y busca aprovechar el mal momento en Catatumbo para lastimar al gobierno de Gustavo Petro, sembrar dudas sobre su actuar y ganar réditos electorales. Esta perspectiva, que cae en la mezquindad ante la situación de crisis, no tiene tanta relevancia. Sin embargo, es útil que veamos ambas.
Tal vez el representante de más alto nivel de la primera postura fue el expresidente Juan Manuel Santos. En entrevista con W Radio, dijo que “esa figura de la conmoción interior se estableció para confrontar hechos sobrevinientes, y ninguno de los que estamos sufriendo es así. En este caso no existe justificación”. Algo similar señalaron varios líderes políticos. En síntesis, argumentan que la situación en Catatumbo podía preverse y es una falla de la estrategia de seguridad del presidente Petro, no un hecho extraordinario, como lo exige la Constitución. No obstante, no estamos del todo de acuerdo. Sí es cierto que esa región lleva años siendo víctima de distintas fuentes de violencia y también es verdad que teníamos una alerta temprana, pero el recrudecimiento de la crueldad en la última semana se sale de toda proporción. Como mencionamos, ver tantos desplazados, tantos asesinados y tanto terror en tan poco tiempo es una absoluta crisis. Los gritos de los pobladores son razón suficiente para entender que la situación se salió de cualquier violencia normalizada. Estamos en un momento de conmoción.
El otro argumento dice que el presidente Petro está siendo hipócrita, pues criticó la figura en el pasado. El expresidente Iván Duque fue incluso más allá y afirmó que se quiere “utilizar la tragedia en Catatumbo para revivir un adefesio de reforma tributaria”. Eso no tiene sustento. Por supuesto que los decretos que se expidan bajo la conmoción deberán revisarse con lupa, pero la intención del Gobierno es parar el desangre que está a la vista de todos. Caer en golpes políticos bajos, como los que pretende un sector de la oposición, no es provechoso para Colombia. Catatumbo necesita ayuda, no más retórica incendiaria.
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