Esta semana que termina, los congresistas nos enseñaron su peor versión. Por un lado, parece que ninguno sabe muy bien cómo se introducen reformas a los proyectos de ley ni están dispuestos a responder por las firmas que otorgan. Por otro lado, tienen un franco desdén por la libertad de expresión y un miedo desproporcionado a que sus actos se revisen. Independientemente del destino final que tenga la propuesta de aumentar penas, imponer la cárcel y eliminar empresas en caso de injuria y calumnia a funcionarios y exfuncionarios, ha quedado evidencia de la fragilidad de la democracia y cómo los líderes políticos colombianos ven con buenos ojos prácticas dignas de Estados autoritarios.
El escándalo que estalló en estos días no era para menos. En un proyecto anticorrupción, impulsado desde el Gobierno Nacional, se incluyó una modificación al Código Penal. Lo curioso es que al sol de hoy nadie en el Congreso es capaz de dar cuenta de quién es el autor de dicha modificación. A pesar de que hay firmas de varios congresistas apoyándola, ha salido a eludir su responsabilidad. Efraín Cepeda, senador por el Partido Conservador, dijo, por ejemplo: “Cuando lo firmamos no medimos que esto podría afectar el ejercicio de prensa que debe ser protegido”. La pregunta resulta obvia: ¿no es tarea de los congresistas estudiar de manera adecuada las consecuencias que tienen sus actos y sus firmas?
El proyecto en cuestión es lesivo y transparente en sus intenciones de amordazar a las voces que incomoden a los servidores públicos. En la versión aprobada por el Senado dice lo siguiente: “El que mediante injuria o calumnia pretenda atacar u obstruir las funciones constitucionales y legales de algún servidor público, denunciando hechos falsos sobre él o su familia, incurrirá en prisión de sesenta (60) a ciento veinte (120) meses y multa de trece punto treinta y tres (13,33) a mil quinientos (1.500) salarios mínimos legales mensuales vigentes”. Además de la amenaza de la cárcel, la persona jurídica que haya publicado las afirmaciones calumniosas, es decir, los medios de comunicación, “perderán su personería jurídica y los miembros de las mismas no podrán ser parte de otra organización ciudadana o constituir una nueva por los siguientes cinco años”. Por supuesto que la injuria y la calumnia son delitos que limitan la libre expresión. Lo que no es claro es por qué es necesario proteger especialmente a los funcionarios públicos ni cuál es el valor constitucional que se protege al censurar a los medios que tengan alguna condena en contra de sus contenidos. En la práctica, lo único que hace un proyecto de este estilo es sembrar miedo: cuidado con lo que dices, cuidado con las personas a las que molestas, porque puedes terminar con tu vida entera arruinada. Guarda silencio, es mejor que no te metas en problemas.
El desequilibrio de poder es latente. Los funcionarios son poderosos: tienen cargos importantes, con fácil acceso a las ramas del poder público colombiano. Su labor nos afecta a todos. ¿Por qué protegerlos especialmente a ellos contra la crítica? ¿Por qué amordazar el debate público para evitar el escrutinio de sus actos?
El presidente Iván Duque ha anunciado que objetará el artículo si es aprobado. Así debe ser. Lo lamentable es ver cómo tantos congresistas abrazaron la medida con entusiasmo y el propio Gobierno lo dejó avanzar en su trámite por Senado y Cámara hasta su aprobación sin darse por entendido. A los enamorados del autoritarismo hay que creerles cuando muestran la cara.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a elespectadoropinion@gmail.com.
Nota del director: Necesitamos lectores como usted para seguir haciendo un periodismo independiente y de calidad. Considere adquirir una suscripción digital y apostémosle al poder de la palabra.