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Con la muerte, a sus 89 años, del expresidente uruguayo José Pepe Mujica falleció el último gran referente de la izquierda latinoamericana, sin perspectivas de quien herede sus cualidades. Entre muchas enseñanzas, Mujica deja varias lecciones de humildad especialmente relevantes para quienes ostentan altas dignidades del Estado. Renunció a la mayor parte de la parafernalia que acostumbra a rodear a un jefe de Gobierno, como mudarse al palacio presidencial —vivió hasta sus últimos días en su granja en las afueras de Montevideo, junto a su esposa, Lucía Topolansky— o recibir un salario que superaba con creces su costo de vida —donaba el 90 % de su sueldo a causas sociales, limitándose a vivir con el 10 % restante—.
Era reconocido por su franqueza y capacidad de autocrítica, valores que hoy son escasos y lo llevaron a ser respetado por copartidarios y opositores políticos. Sus banderas nunca fueron un impedimento para señalar las faltas de la izquierda en su país —representada en su partido, Frente Amplio, del cual cuestionó su burocratización— y en el exterior —llegó a calificar, sin incoherente condescendencia, de dictadura al régimen chavista en Venezuela, así como a criticar al peronismo en Argentina—. Incluso en su propia gestión política, pues reconoció en entrevista con El País: “Me dediqué a cambiar el mundo y no cambié un carajo”.
Entre sus causas estuvo la atención a las poblaciones vulnerables. Durante su administración se inició el Plan Juntos, para la construcción de viviendas para familias en condición de vulnerabilidad, al cual donó cerca de US$400.000 provenientes de su salario. También apoyó el matrimonio igualitario, los derechos sexuales y reproductivos y la regulación de sustancias psicoactivas, siendo el primer presidente en América Latina en legalizar el uso recreativo del cannabis, lo cual le valió elogios y críticas de todo tipo. Al respecto, dijo: “No es bonito legalizar la marihuana, pero peor es regalar gente al narco”. Deberíamos escucharlo.
A pesar de sus intenciones, Mujica estuvo lejos de ser el mejor presidente. Su último biógrafo, Pablo Cohen, admitió: “Mujica para mí no fue un buen presidente. La gestión de él no fue mala, pero no fue gran cosa. Pienso que, por ejemplo, el primer Tabaré Vázquez fue mejor presidente”. El propio expresidente admitió en varias ocasiones las limitaciones en su gestión, particularmente en áreas como la educación y la seguridad. Sin embargo, lo que hace tan relevante su mensaje es precisamente su mirada objetiva frente a aquello que considera lo mejor para la gente. En tiempos en que la arena internacional se ve sacudida por liderazgos extremos, hará falta un personaje que, como Pepe Mujica, haga un llamado a la sensatez independientemente de los colores que se defiendan.
Su vida es una oda a la política humana, sin mesianismos ni la paranoica idea de que la voluntad del líder es siempre el camino a seguir. Supo reconocer sus fallas en varios momentos de su vida, incluyendo su pasado guerrillero en el MLN – Tupamaros, por el cual duró 12 años en una guarnición militar bajo condiciones inhumanas. Las cenizas de Pepe serán enterradas, conforme a su deseo, bajo un árbol de su granja junto a su perra Manuela. Ojalá tras su partida germine una nueva ola de coherencia, franqueza y humildad en la política de este rincón del planeta.
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