Desde que Donald Trump apareció con estruendo en el escenario político del país del norte, a quienes hemos denunciado sus instintos autoritarios nos han acusado de estar sesgados, de perseguir una ideología política conservadora y de ver tragedias en donde simplemente hay cambios de parecer lógicos en el devenir típico de cualquier democracia sana. En últimas, esa postura ha terminado victoriosa: contra todo pronóstico, Trump volvió a la Casa Blanca. Sin embargo, su giro más reciente quizá sea el momento en el que todo cambie. Puede ser que estemos viendo el canario muerto en la mina que nos avisa que hay veneno en el aire.
Un juez federal ordenó al Gobierno de Donald Trump que no deportara aún a un grupo de supuestos miembros del Tren de Aragua. El objetivo de la Casa Blanca era pagarle a Nayib Bukele, presidente de El Salvador, para que recibiera a las personas en sus megacárceles y los tratara de manera inhumana. Cuando se supo la noticia de la orden del juez, fue el mismo Bukele quien respondió en su cuenta de X: “Upsi... demasiado tarde”. A las pocas horas se conocieron videos de las personas deportadas siendo arrastradas en las cárceles de El Salvador. Esa violación a los derechos humanos desató una crisis constitucional en los Estados Unidos: ¿violó Donald Trump una orden judicial, rompiendo así el equilibrio de poderes, vulnerando la Constitución de su país y cruzando una línea roja básica en cualquier democracia?
El juez ha hecho una pregunta básica: ¿cuándo y bajo qué condiciones se aprobó el vuelo que deportó a las personas hacia El Salvador? En últimas, lo que busca conocer es si su orden fue violada, lo que lleva a necesarias responsabilidades. La respuesta del presidente Trump es nefasta y merece ser reproducida para entender su gravedad: “El juez lunático de la izquierda radical, un creador de problemas y un agitador que fue tristemente nombrado por Barack Hussein Obama, no fue elegido presidente, no GANÓ el VOTO popular (¡por mucho!), no GANÓ TODOS LOS SIETE ESTADOS CLAVES (...) NO GANÓ NADA. ¡¡¡El juez debería ser destituido!!!” (sic).
Volvamos al canario en la mina. La democracia tiene unos innegociables. Uno de ellos es la división de poderes. Para que no haya reyes ni abusos, todas las ramas del poder se vigilan entre sí. Las órdenes de los jueces se cumplen así no les gusten a los congresistas y a los presidentes (algo que es bueno recordar también en Colombia, cierto). Los jueces no dependen de si fueron elegidos, o de si son populares; su lógica responde al Estado de derecho, a las normas preexistentes, y su rol debe respetarse. En esencia, un sistema judicial independiente es una garantía de protección a todos los ciudadanos: ningún tirano puede imponerse sobre las leyes que se han acordado entre todos.
En una respuesta inusual, la Corte Suprema de Justicia ultraconservadora emitió un escueto comunicado en el que rechaza la idea de destituir a un juez solo por una decisión. Tal vez los magistrados están viendo el canario muerto en la mina, pero salvar la democracia implica que tanto la rama Judicial como el Congreso empiecen a delimitar los poderes del rey estadounidense. De lo contrario, el veneno terminará por arrasar las tan preciadas libertades del país del norte.
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