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Indignación nacional

El sábado de la semana pasada el país recibió con dolor una noticia terrible: las Farc asesinaron a sangre fría y con tiros de gracia a cuatro secuestrados que llevaban más de una década internados en la selva, lejos de sus familiares, víctimas directas de este conflicto que se recrudece con el pasar de los días.

El Espectador

27 de noviembre de 2011 - 06:00 p. m.
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El sargento del Ejército Libio José Martínez, el coronel de la Policía Édgar Yesid Duarte, el mayor de la Policía Elkin Hernández Rivas y el subintendente de la Policía Álvaro Moreno fueron la cuota que dejó este fin de semana.

La indignación por parte de la población colombiana ante la barbarie demostrada por este grupo alzado en armas no se hizo esperar. Las Farc, como cada día es más evidente, pierden cada vez más legitimidad, y con actos como éste parecen no entender que la salida negociada al conflicto sólo podrá darse con muestras de buena voluntad. Para ellos se ha vuelto un juego: seguir la orden hecha pública por alias Mono Jojoy, quien dijo que los secuestrados debían ser asesinados ante alguna sospecha de rescate “a sangre y fuego” por parte del Ejército. Con esto sólo se logra algo: un colombiano muerto un día, luego otro y después otro más.

Si bien es cierto que estas operaciones son peligrosas y que el Gobierno no puede ser triunfalista tras haber dado de baja al otrora jefe máximo de las Farc, alias Alfonso Cano, o también que los familiares de las víctimas han estado en desacuerdo —con toda razón— con los rescates militares, el tema, al día de hoy, excede estas consideraciones. La noticia nos revela la crueldad inimaginable que este conflicto supone para la población colombiana. Ella es la única agredida. Las Farc, en vez de ser lo que alguna vez quisieron, traen a Colombia todos los males posibles: aparte de los muertos y los bombardeos, traen el odio, la estigmatización de la izquierda y de la oposición, la consideración de los gobiernos —errada, por cierto— de usar cualquier método a la mano para eliminarlas, entre muchas otras.

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“Pero eso de ostentar poder y mostrarse amenazante y brutal, no puede ganar las simpatías de nadie. (…) La historia nos enseña que a la inmensa mayoría de seres humanos les repugna ese tipo de fanfarronadas”, le decía alias Timochenko, hoy máximo líder de las Farc, al presidente en ejercicio Juan Manuel Santos con motivo de la caída de Alfonso Cano. ¿Y? ¿No debería, pues, aprender sus grandilocuentes palabras y ver en un espejo la infamia que trasluce en sus actos? Las palabras del máximo líder de este grupo insurgente muestran qué tan cegados están a la hora de evaluar el conflicto armado: se siguen denominando el ejército del pueblo y creen, malsanamente, que sus acciones siempre son actos de heroísmo mientras las del Gobierno son de terrorismo.

Con esa mentalidad no puede llegarse a ningún lado. Si de verdad creen en una salida negociada al conflicto —que es, a todas luces, lo más conveniente para este país— tendrán que cambiar su mentalidad. No a la fuerza, sino por voluntad propia. Deberán ver que el secuestro es un flagelo para ese pueblo que dicen defender. Deberán dar, por fin, las tan esperadas muestras “de buena voluntad” y liberar a todas las personas que tienen en cautiverio. Es muy frustrante para Colombia que el juego sea asesinar colombianos. ¿Cuántos más servirán de carne de cañón —por parte de ambos bandos— para que se entienda que el camino no es ese? El Gobierno deberá seguir jugando por el lado de la paz, de la llamada “llave” para conseguirla. Las Farc tienen que entender que otro camino puede labrarse para llegar al fin del conflicto. No sólo con palabras, también en los actos. Y el de este fin de semana, con todo el dolor que causó, es uno repudiable que no tiene presentación ni justificación alguna.

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Por El Espectador

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