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La inversión extranjera en el campo

La inversión extranjera en el campo es una realidad que no podemos negarnos más. Pensar que se puede evadir cuando existe el capital, la tecnología y, sobre todo, la voluntad es casi un absurdo.

El Espectador
21 de noviembre de 2012 - 11:00 p. m.

Ahora se presenta un debate intenso entre congresistas y miembros del Ejecutivo sobre cómo debe abordarse este tema, que, por demás, necesita más claridad.

Antes que opinar por opinar o decir frases de cajón de todos los niveles como “genera empleo” o “sacrifica nuestra soberanía”, primero hay que entender algunas cosas. Sin esto, un escenario irracional saldría a flote y en este caso –del que depende nuestra alimentación– no nos podemos dar ese lujo. Colombia es uno de los 10 países en el mundo con capacidad de aumentar su capacidad productiva y, además, ser un país autosostenible. Por ello, el apoyo, la financiación y el soporte a los procesos internos que los campesinos hacen día a día deben ser mucho más sólidos. No podríamos darle una bienvenida holgada a los países extranjeros sin antes tener la casa en orden.

Con todo, lo que hoy dice el ministro de Agricultura, Juan Camilo Restrepo es, también, una afirmación ineludible: “el año pasado llegaron al país US$13.200 millones de inversión extranjera directa, de la cual sólo fueron registrados US$154 millones enfocados para el agro. Eso implica que sólo el 1,5% de la plata que se invierte está dirigida a este renglón”, según datos del Banco de la República. Habla de plata que le entra al país y que podría incrementarse en una medida muy amplia en el sector rural. Habla, también, de lo que muchos defensores del agro nacional se niegan a ver: que nos falta la tecnología de punta para poder aprovechar de una manera mucho más eficaz ese “campo”, palabra, por demás, vuelta muy etérea y que se usa para cualquier propósito.

Ahora, hay que ir con calma y cuidado. No puede entregarse la tierra a países extranjeros sin un límite, como ha sucedido en África en donde se han vendido o negociado desde 2001 más de 227 millones de hectáreas, pero al mismo tiempo se presenta una crisis de alimentación. Pese a tener una actividad agrícola compleja, África (países como Etiopía, Mozambique, Zambia, Liberia y Madagascar, por ejemplo) tiene problemas de desnutrición bastante graves.

Hacer caso a las recomendaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) suena lo más razonable. No se puede detener la inversión extranjera, pero los gobiernos deben encontrar la manera en la que los procesos de concentración y extranjerización no tengan el efecto negativo previsible sobre “la seguridad alimentaria, el empleo agrícola y el desarrollo de la agricultura familiar”, como lo afirmó Fernando Soto-Baquero, oficial de políticas de esta organización.

El Ministerio de Agricultura radicó esta semana un proyecto de ley que busca establecer, precisamente, estas reglas y límites que frenarán el ímpetu del capital extranjero. Cuidar nuestra tierra –en un país que tiene personas con tanto apego por ella– es necesario, pero, ¿prohibir la inversión extranjera porque sí? El proyecto justamente busca hacerle frente a iniciativas del Polo Democrático, el Partido Conservador y el Partido de la U, que quieren dar al traste con esta posibilidad.

El miedo que tenemos de perder el campo no debería reflejarse en frenar las iniciativas de extranjeros queriendo invertir en él, sino en fortalecerlo. Menos si, como se espera de este proyecto de reforma constitucional que plantea el Gobierno, los decretos reguladores son estrictos en los permisos y autorizaciones del propio Ministerio de Agricultura. Falta claridad y regulación, pero ésta no puede ser de índole prohibitivo. Resulta bastante absurdo que en pleno siglo XXI sigamos pensando así. Cuidemos nuestro campo, con recursos, financiación, seguimiento y regulación, pero no le cerremos las puertas.

Por El Espectador

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