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Sin debatir, en clara muestra de cobardía y sumisión ante el lobby ultraconservador, el Congreso de la República dejó hundir el proyecto de ley que prohibía la tortura contra niñas, niños y adolescentes lesbianas, gais, bisexuales y trans (LGBT). A pesar de haber surtido los primeros dos debates con éxito, los congresistas de oposición hicieron una jugadita para sacar el proyecto del orden del día, condenándolo al hundimiento sin siquiera dar la conversación de cara al país. Esconden los prejuicios, porque saben que son vergonzantes, pero en la práctica siguen diciéndole al país que está bien utilizar la violencia en contra de una de las poblaciones más vulnerables. Es lamentable y doloroso que la Rama Legislativa siga siendo incapaz de regular asuntos tan importantes.
No debería ser complicado. El proyecto de ley buscaba prohibir la violencia psicológica y física que se utiliza en algunos sectores retardatarios para torturar a niños, niñas y adolescentes LGBT. En Colombia hay denuncias de electrochoques y ahogamientos en estas mal llamadas “terapias de conversión”, cuyo único mensaje es uno cruel e inhumano: que si alguien tiene una orientación sexual o identidad de género que no son hegemónicas, tiene que ser “corregido”. ¿Cómo no vamos a querer proteger a las personas más vulnerables? ¿Cómo no les vamos a dar herramientas para resistirse?
Bueno, es que de por medio hay prejuicios disfrazados de preocupación por la autonomía de las familias. María Fernanda Cabal, senadora del Centro Democrático, explicó su posición en su cuenta de X: “He presentado ponencia negativa contra el proyecto de ley ‘inconvertibles’ que atenta contra la autonomía familiar impidiendo a los padres orientar a sus hijos, pasando por encima de la patria potestad y generando duplicidad normativa que erosiona la estabilidad jurídica”. Muchas palabras para disfrazar el trasfondo evidente: Cabal y las organizaciones ultraconservadoras que la respaldan creen que ser LGBT está mal.
Tenemos que ser claros. Esto no es un asunto de autonomía familiar ni de patria potestad; es un reclamo de derechos humanos. Nadie puede torturar a niños, niñas y adolescentes; sus derechos priman sobre los demás. Su identidad y orientación sexual son suyas y solo suyas, y no necesitan ajustarse a los prejuicios de sus padres ni de sus comunidades. Que el Estado intervenga para evitar la violencia no es una vulneración a la libertad de culto, es un acto mínimo en defensa de la dignidad. Todo lo demás son estrategias retóricas que buscan esconder la realidad de lo que ocurre.
No deja de ser llamativa la disonancia cognitiva que produce este debate. Los sectores retardatarios dicen que hay un adoctrinamiento por parte del Estado, pero en este debate defienden el derecho al adoctrinamiento con fines violentos. Pedir coherencia es inútil, mas no deja de ser frustrante.
Es necesario que el activismo LGBT siga insistiendo en este y en otros proyectos en favor de sus derechos. Mientras persistan los prejuicios, hay niñas, niños y adolescentes en riesgo, sufriendo tratos inhumanos y con temor de aceptar quienes son. Aunque el Congreso nunca ha estado a la altura de estos debates, es el espacio necesario por conquistar. Porque la igualdad no es negociable.
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