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Las reacciones al anuncio de recolección de firmas para una Asamblea Nacional Constituyente han caído en los esperables extremos del debate político colombiano. El Gobierno propone la idea como la única manera de implementar sus reformas que han sido negadas en el Congreso y como una reivindicación del derecho del pueblo soberano a pactar nuevas reglas de juego. Mientras tanto, la oposición ha hecho comparaciones a Venezuela, han acusado al mandatario de caer en la tiranía y han prometido que se avecina el apocalipsis si el proyecto llega a buen puerto. Ambas posturas distorsionan la realidad. Nos parece que la constituyente es una mala idea, pero la Casa de Nariño está siguiendo las normas establecidas para proponerla.
Entendemos la desconfianza que produce la propuesta. Cuando el presidente Petro empezó a hablar de poder constituyente hace unos años, en este espacio criticamos que lo hiciera por fuera de los mecanismos establecidos por la Constitución del 91. La Casa de Nariño dirá que su plan siempre fue iniciar un proceso según las reglas, pero muchos de los discursos y las maromas políticos que hizo cuando inició la discusión del tema sembraban dudas. El mandatario, quien se ha autoproclamado representante del “pueblo”, parecía más interesado por tomarse las calles que por un trámite donde se involucre al Congreso y a la Corte Constitucional. Por fortuna, y porque pasaron muchas cosas que obstaculizaron la popularidad del Ejecutivo, tuvieron que recalcular la estrategia.
Por eso mismo nos parece que son injustas algunas de las críticas que se han dirigido a la propuesta de la Casa de Nariño. La recolección de firmas busca presentar ante el nuevo Congreso, con nuevo presidente elegido, el proyecto de constituyente. Esto, junto con la revisión de la Corte Constitucional, es lo que establece la Carta Política de 1991 para ser reemplazada. Entonces, lo único que anunció el Gobierno es que utilizará un instrumento que está a su disposición. Es, en últimas, la democracia funcionando. Quienes ven en esa medida un acto de abuso de poder o de intransigencia niegan que los mecanismos de participación existen precisamente para que se tramiten ese tipo de ideas.
Dicho lo anterior, la constituyente es una pésima idea. El gobierno Petro recurre a ella confesando que fue incapaz de construir suficiente apoyo político para sus reformas en el Congreso. Lo hace, además, proponiendo ideas que bien pueden tramitarse dentro del marco institucional que tenemos hoy. Lo que no se pudo fue imponer la voluntad del Ejecutivo a la fuerza, ante una Rama Legislativa que se hizo sentir y que también tiene legitimidad democrática. Abrir un proceso constituyente nos puede llevar a perder muchos de los avances de la Constitución de 1991. Un país con tantas tensiones políticas, con tanto resentimiento entre los sectores ideológicos y con tantos problemas de gobernabilidad no está en el momento adecuado para entrar en un proceso de reconfiguración de su pacto social. Sobreestima, como pasó en Chile, la izquierda su poder de convocatoria y persuasión, cuando una Constitución necesita nacer de acuerdos amplios.
Tenemos una Constitución moderna, todavía joven y capaz de ayudarnos a construir el país soñado. El problema es que la administración Petro no supo gobernar y, como tantos otros antes de ellos, quieren hacer borrón y cuenta nueva.
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