Colombia está en medio de una conversación profunda, necesaria y delicada sobre lo que significa la dignidad. Gracias a las sentencias de la Corte Constitucional, que primero expandieron el derecho a la eutanasia y ahora hacen lo propio despenalizando el suicidio médicamente asistido (SMA), han salido al debate público posturas religiosas, moralistas y otras liberales, de vehemente defensa a la autonomía individual. ¿Cuándo la vida deja de ser digna? ¿Cuándo se debe permitir la muerte como una decisión personal, íntima, sin intervención del Estado y con ayuda de los profesionales de la salud? En una discusión delicada, consideramos que la respuesta tiene que estar del lado de la empatía por el dolor ajeno.
Nuestro país es uno de los pocos en el mundo que permite el SMA. Las reservas son comprensibles. Autorizar a que un médico acompañe a una persona para que tome medicamentos que terminarán con su vida parece entrar en contradicción con la lucha contra el suicidio, que cobra víctimas a diario en el país y se enmarca en problemas estructurales para proteger la salud mental de los colombianos. Sin embargo, no son situaciones análogas: el SMA es un acto de empatía, de reconocimiento de la autonomía individual y con unas reglas claras, que no va en contravía de la necesaria lucha nacional para tener una mejor salud mental. Nos explicamos.
El SMA se podrá solicitar cuando un paciente tenga una enfermedad incurable avanzada, que le produzca mucho dolor y lo obligue a vivir en condiciones indignas. Por eso volvemos al debate del concepto: ¿cuándo pierde una vida su dignidad? ¿Tener que padecer agonías diarias es digno? ¿Quién define lo que es dignidad: ¿la sociedad, el Estado o cada uno de nosotros en nuestro fuero interno? La decisión de la Corte da una respuesta acertada: le corresponde a cada persona tomar la decisión de cuánto soportar los dolores y en qué momento terminar con su vida. Así debe ser.
En contraste, la posición de la Iglesia católica ha sido de clara oposición. Desde esta visión religiosa, toda vida es digna, sin importar los padecimientos o sus condiciones, y solo un ser superior puede decidir el momento de la muerte de una persona. Aunque respetable, esta postura choca contra varios puntos: ¿y si la persona no es creyente? ¿Y si las creencias del paciente no ven contradicción en buscar una muerte digna? ¿Por qué un credo debe ser impuesto sobre la autonomía de todos los colombianos? No sobra decir que la aprobación del SMA no es una obligación: si va en contravía de lo que cada quien considera, no tiene que usar ese derecho constitucional. Es sencillo.
En el trasfondo de estas consideraciones está la realidad de que es imposible experimentar en carne propia el dolor ajeno. Si comprendemos que el sufrimiento es subjetivo, necesariamente debemos concluir que cada persona debe tener la potestad de tomar la decisión de terminar su vida para no soportar más padecimientos. Y si un médico lo asesora y lo acompaña en ese proceso, ese profesional de la salud no debe ser amenazado con la cárcel ni mucho menos enjuiciado. Por eso hablamos de empatía, pues el SMA, así como la eutanasia, exige encontrarnos en la vulnerabilidad, reconocer al otro como un ser capaz de tomar sus propias decisiones y acompañarlo en su definición de dignidad.
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