El debate sobre reducir los requisitos para que las persona sean parte del servicio diplomático colombiano ha estado marcado por discursos facilistas impulsados desde la Presidencia de la República. El fin de semana pasado, en respuesta a una columna de Piedad Bonnett en El Espectador, el presidente Gustavo Petro acusó a quienes han criticado su propuesta de estar buscando perpetuar una diplomacia oligárquica y elitista, mientras él busca democratizar el acceso. Sin embargo, como varias voces expertas lo han señalado, la solución planteada está lejos de ser idónea para ese propósito.
En su columna, Bonnett se lamenta porque “si el decreto se aprueba, bastaría ser colombiano mayor de 25 años, aun sin bachillerato, para ser embajador o cónsul. Ya se decretó que no se exige tener un segundo idioma”. La preocupación de la escritora y columnista de El Espectador, que compartimos, consiste en el desconocimiento del enorme trabajo de preparación y evaluación que llevan a cabo los diplomáticos de carrera ante las genuinas complejidades que significa representar a Colombia en el mundo. El punto es que la diplomacia requiere conocimientos, vigilancia y mecanismos para garantizar que quienes estén en cada embajada u oficina consular tengan las capacidades para responder a las complejidades del relacionamiento internacional. No es un trabajo menor.
En respuesta a la columna, el presidente Petro dijo que “si en algún lugar administrativo se respira el olor rancio de una aristocracia falsa que es en realidad oligarquía, es en el servicio diplomático”. A su parecer, “nuestro servicio diplomático ha sido perezoso, centrado en la vieja visión de la Guerra Fría, racista y descuidado de las comunidades de colombianos en el exterior, no estudia el mundo contemporáneo y sus conflictos y no está acostumbrado a que Colombia busque puestos de vanguardia mundial”. Por eso la solución que propone el mandatario es “abrir la carrera diplomática y sus cargos a toda la población colombiana”.
Es cierto que las embajadas y los consulados han sido utilizados por los distintos gobiernos para pagar favores políticos. Sin embargo, el propio presidente Petro, que ahora la denuncia, ha caído en esa práctica durante su mandato, utilizando las embajadas para enviar a exfuncionarios o para premiar a quienes lo acompañaron en la campaña.
La idea de democratizar la carrera diplomática es loable, pero cuando el Gobierno lo que busca es eliminar la profesionalización, salta la suspicacia. No es nivelando por lo bajo y promoviendo la incompetencia como se democratiza el servicio diplomático. Para una administración que ha nombrado a personas sin preparación alguna en embajadas y consulados, el decreto se lee más como la forma de evitar que la justicia le siga tumbando esas designaciones. Todo en detrimento del país.
Podría, en cambio, escuchar las voces que buscan crear herramientas para que más personas puedan tomar la carrera diplomática, recibir la educación adecuada y trabajar para que Colombia avance internacionalmente sin importar quién esté en la Casa de Nariño. De hecho, como varios miembros de la carrera diplomática lo han hecho notar, esta está llena de meritorios servidores públicos que con mucho esfuerzo se han preparado y que no hacen parte de ninguna aristocracia ni ninguna oligarquía. La diplomacia hay que tomársela en serio, y eso pasa por exigir preparación. Para que nuestro país ocupe el puesto mundial que el presidente Petro sueña, necesita a personas que sepan lo que hacen.
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