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La guerra cultural y Salman Rushdie

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17 de agosto de 2022 - 05:00 a. m.
No hay debate posible sobre los límites de la libertad de expresión cuando una de las partes saca un cuchillo y otras personas lo celebran.
No hay debate posible sobre los límites de la libertad de expresión cuando una de las partes saca un cuchillo y otras personas lo celebran.
Foto: El Espectador - Gustavo Torrijos Zuluaga
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El fundamentalismo religioso no soporta las burlas a la religión y, por eso mismo, los discursos que se atreven a cuestionar lo sagrado, a caricaturizar las figuras intocables, deben ser protegidos como uno de los derechos esenciales de las sociedades que se sueñan libres. Al autor Salman Rushdie lo venían cazando desde el 14 de febrero de 1989, cuando el ayatola Ruhollah Khomeini, líder supremo de Irán, publicó un edicto religioso o fatwa pidiendo que cualquier musulmán que pudiera asesinara al escritor. La oferta venía con millones de dólares en recompensa.

Ahora ha ocurrido un ataque que solo puede describirse como nefasto. Mientras Rushdie, a sus 75 años, se preparaba para dar una conferencia en Nueva York, un hombre de 24 años salió corriendo y lo apuñaló varias veces. El autor quedó en cuidados intensivos, perderá un ojo y tendrá un largo proceso de recuperación. El objetivo era claro: asesinarlo, silenciarlo, vengar una supuesta ofensa con la publicación de su libro Los versos satánicos.

Basta con escuchar lo dicho por el Gobierno iraní para ver que se sigue usando la religión y la ofensa como excusa de la violencia. Naser Kanani, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de Irán, dijo: “Desmentimos categóricamente” cualquier relación entre el agresor e Irán. “Nadie tiene derecho de acusar a la República Islámica”. Y aun así, a renglón seguido agregó: “En este ataque, sólo Rushdie y sus partidarios merecen ser culpados e incluso condenados. Insultando los asuntos sagrados del islam y cruzando las líneas rojas de más de 1.500 millones de musulmanes y de todos los seguidores de las religiones divinas, Salman Rushdie se expuso a la ira y a la rabia de la gente”. En pocas palabras: se hizo justicia. Ese es el nivel de crueldad del debate.

Rushdie vivió una década entera en una casa segura en Reino Unido, escondido del mundo, por las amenazas. En 1991, Hitoshi Igarashi, traductor de su libro al japonés, fue asesinado también a puñaladas. Lo mismo intentaron hacer con el traductor italiano, quien quedó seriamente herido. En 1993, el editor noruego de Los versos satánicos recibió tres disparos. En todo el mundo se quemaron libros. Hubo disturbios que terminaron con personas heridas y muertas. Todo porque... alguien escribió un texto que utiliza las figuras del Corán y las explora de forma interesante.

El debate de fondo es sobre libertad de expresión. ¿Se cruzaron líneas rojas al hablar de una religión de una manera ofensiva? ¿Entonces las personas que se consideran víctimas del discurso tienen derecho a responder con violencia? El problema es que la religión, como tantos otros relatos, suele usarse de manera opresiva: si silenciamos todos los discursos que la critican, condenamos a las personas que sufren los abusos religiosos a callar. Lo dijo de mil maneras Christopher Hitchens: “La burla de la religión es uno de los derechos más esenciales… uno de los comienzos de la emancipación humana es la capacidad de reírse de la autoridad”.

El problema, claro, es que no hay debate posible sobre los límites de la libertad de expresión cuando una de las partes saca un cuchillo y cientos de miles de personas lo celebran. Rushdie es una víctima en una guerra cultural que no podemos ignorar.

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