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Quienes cometieron actos de violencia durante el paro nacional tienen que responder ante la justicia colombiana. De eso no cabe duda. Tanto los miembros de la Fuerza Pública que abusaron de sus posiciones de poder, como aquellos ciudadanos que en medio del caos decidieron atentar contra la integridad de policías y otras personas, deben ser responsabilizados por lo ocurrido. Esta semana ha revivido el debate por el envío a la cárcel de varios jóvenes ligados a la llamada Primera Línea, acusados de delitos graves. Las preguntas, sin embargo, van más allá de los discursos simples que suelen relucir cuando se habla de lo ocurrido a mediados de este año en Colombia.
Si la Fiscalía tiene pruebas, como dice tenerlas, de que los jóvenes enviados a prisión preventiva cometieron actos de violencia, estos tienen que soportar todo el peso de la ley. No es para menos, según el relato del ente investigador. Los capturados son acusados de amenazar de muerte a varias personas, de utilizar bombas molotov contra la Fuerza Pública, de quemar a un miembro del Escuadrón Móvil Antidisturbios, de agredir a un policía, de retener a un conductor de bus y llevarse el vehículo. La jueza del caso consideró que había suficiente evidencia para considerarlos un peligro para la sociedad y por eso los envió a la cárcel.
Sobre el caso particular de estos jóvenes, empero, vale una pregunta: ¿de verdad hay cómo probar “instigación a delinquir con fines terroristas”? No se trata, claro está, de restarles importancia a los actos de violencia que cometieron, pero las categorías de delitos existen por una razón. Cuando las autoridades y la Fiscalía, por mostrarse vehementes, llaman a cualquier acto “terrorismo”, afectan su legitimidad y el debido proceso. Ya en el pasado hemos visto cómo, en el marco de las protestas, se adoptan decisiones severas por hechos que no resultan tan claros.
Además de esto, es preocupante que la justicia tenga un doble rasero. La velocidad con la que los miembros de la Primera Línea terminaron en la cárcel contrasta con el paso lento, casi estancado, de los procesos contra los miembros de la Fuerza Pública que abusaron de sus funciones. El Estado es elocuente cuando muestra sus prioridades. Además, al proceso de estos jóvenes llegamos después de cientos de capturas injustas que terminaron en nada y que ayudaron a las autoridades a sembrar la idea de que las protestas estaban caracterizadas por la violencia. Al sol de hoy hay una deuda en el discurso oficial, desde Presidencia, pasando por la Policía y hasta la Fiscalía, de reconocimiento de las extralimitaciones que se cometieron y de la estigmatización que se fomentó. No en vano hace poco discutíamos los falsos ataques que el Ministerio de Defensa utilizó en extraña forma de pedagogía para distraer durante las manifestaciones.
Todo lo cual nos lleva a lamentarnos una vez más por la violencia. Su ruido incesante secuestra la posibilidad de que el país tenga las conversaciones difíciles que merece. Varios meses después de un estallido social donde miles de personas expresaron sus inconformidades ante un Estado que las excluye, nos encontramos hablando de los delitos cometidos por unos cuantos. Bien les dijo a los capturados la jueza: “No se apaga el fuego con el fuego. Los presuntos abusos de las fuerzas del orden no se mitigan y no se corrigen incrementando la zozobra”. Colombia seguirá en zozobra mientras la violencia infiltre todos los debates políticos.
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